Saudade urbana
El autor Alejandro
Sebastiani Verlezza / Foto Cortesía
Dedicado a la obra de Alejandro Sebastiani Verlezza: “El autor
de Derivas vive su ciudad de un modo ambivalente, por un lado la sutil
embriaguez del júbilo en una noche de amistad compartida con los amigos en una
tasca, con diálogos no exentos de algún disgusto pasajero”
La escritura de un diario presupone una necesidad de aprehender el
tiempo, inmovilizarlo, dejarlo detenido en el instante efímero de su
transcurrencia. Tras ese discurrir envolvente su materia se vuelve cosa
fija, sujeta por el hebrado arácnido de la palabra. Analógico sería también
decir lenguaje prefijado por el impulso que remite a esa pulsión de escribir
todos los días, eludiendo imprecisas muecas del ambiguo azar, apresurándose en
recoger ciertos fragmentos desprendidos ulteriormente por la memoria, tan
escurridiza que apenas asoma un mínimo relieve de reminiscencia tenemos que
apresurarnos a recogerlo, para después del impulso saber, acaso desilusionados,
que pocos elementos permanecen entre las manos, haciendo circular sólo algunas
transparentes ondas concéntricas sobre la superficie de las aguas estancadas,
oscilando en diversas impresiones, esparcidas en estriadas derivas hacia todos
los ámbitos de la rosa de los vientos.
En esas múltiples
derivaciones, un día sucede a otro día, y en la necesidad del escritor de
testimoniar las horas sucesivas más próximas comienza a dimanar el placer de la
constancia con que se manifiesta el deseo de animarse en la escritura, capturar
el yo para liberar al otro, que también nos contiene, porque aún ignorándolos somos
el uno en el otro indisolublemente, confrontado en los ritos cotidianos
mediante una noción que acaso ha sido intuida siempre por Alejandro Sebastiani
Verlezza a partir del instante en que descubrió, no sin sorpresa, que su suerte
en el cráter del vacío era la escritura: hacerse moais en la palabra para dejar algunas
huellas de la vida, aunque sólo fuera en fragmentos. Desde entonces, su
andamiaje es saborear y dar a beber el sumo de la vid sorbo a sorbo, en la
muestra más corporal de sus señales literarias, con una lucidez incisiva y
atenuada a la vez, expresada con honestidad en Derivas,
su primer libro, un volumen donde orbitan, con brevedad y precisión, la poesía,
el ensayo y la ficción, en dosis suficientes para determinar el carácter
creativo y reflexivo del ramificado cuerpo en que se nutre el pensamiento
alerta de este acucioso practicante del lenguaje, más allá de las secuencias de
sus diarios rastros vivenciales.
Al internarse en ese
cuerpo plural, la primera impresión que se tiene es que estamos ante la
escritura de un diario no escrito por ir en servicio del aburrimiento, para
ser propicio al tedio cotidiano o desvelarse con falsas desgarraduras.
Tampoco por un mero alarde de vanidad verbal. Estamos seguros de que no es así.
En la esencia de esta alografía subyace una conciencia fluida y meditante, que
se acompaña de muchas voces probadas en su literatura, contendiente en su
particular manera de interpretar el mundo, pero nunca, insisto, para lucimiento
intelectual del reflejo narcisista, ególatra, sino como referencias de sus
inquietudes, estimuladas por las lecturas persistentes de los autores de
que han contribuido a brindarle soporte a su formación para asumir su
interpretación de la realidad, para así poder llegar, sino al núcleo, al menos
acercarse a los bordes de lo que es posible conocer. Únicamente por esta vía es
probable concebir las percepciones apuntadas en esta obra multivalente,
calidoscópica, fecunda en derivaciones paradigmáticas, engastada en las
latencias de la ciudad donde se transita diariamente, sometida al gusto, al
odio y el placer de quienes habitan su vientre y la sienten como la pesada
penitencia de Sísifo, como el lastre de una monstruosa costra que parece no
admitir generosos cambios de piel, a pesar de irse «modernizando» delante de
los sentimientos ambiguos y la mirada asombrada, tantas veces desconcertante de
sus habitantes.
El autor de Derivas vive su ciudad de un modo ambivalente,
por un lado la sutil embriaguez del júbilo en una noche de amistad compartida
con los amigos en una tasca, con diálogos no exentos de algún disgusto
pasajero. En el otro estanco, la observación desconsolada, la veste ruinosa de
las fachadas, la miseria de un mendigo, las calles malolientes, el engañoso
oropel de las vitrinas arrogantes de lujos, no muy lejos de la pobreza más
avasallante, fuente de resentimientos de diversas índoles. A fin de interpretar
esas realidades acuciantes, la literatura asume la escurridiza interpretación
de las circunstancias, los criterios no siempre compartidos, aun sin perder de
vista que en algún instante de profunda reflexión salta la ira del
desconcierto, el reclamo sin oídos por la infértil impresión del desagrado,
especialmente cuando se trata de la desaparición de un viejo mural, una tapia
plétora de algún signo de la infancia, útilmente inscripto en el paisaje, o un graffitidedicado
a un poeta como el chino Valera Mora, pese a la discutida calidad del dibujo. A
través de esas percepciones de aguafuertes, semejantes al registro de una
bitácora, se transita el apasionamiento por el lenguaje, pero no el de lo
discursivo falaz, para neutralizar los efectos que podrían desviar el gusto por
el detalle, la mirada prevenida. Sin embargo la intención del desvío no implica
entrega total al desanimo, como tampoco a la confusión. Por inevitable
atención, en el continuo del movimiento textual, se hace patente un domingo con
derrota del ánimo, atacado por el vaho y la rugosidad de la oprobiosa tristeza,
ante el desmoronamiento de la abuela, acentuando de esta quisa el sentimiento
amoroso por el ser amado, ya en cierne de transformarse en pérdida absoluta.
Dilatando las oscilaciones del mismo péndulo, el aroma del amor, como salvación
momentánea, también puede desatarse en el encuentro súbito con una hermosa
muchacha en el Metro. En esa irrupción de lo maravilloso, lo execrable entonces
se desvanece, aún estando consciente de la permanencia de lo atroz en la
superficie de los elementos que trazan la línea diaria de la vida.
La exigencia por el
detalle, la precisión en las reseñas de los sucesos y las ideas, en el espacio
de las páginas cronológicas, no se realizan en una obsesiva mirada fortuita, a
veces, por eventualidades del azar, se escribe a destiempo, dejando otros
instantes para tener en agraz la reflexión y la imaginación, concediéndole la
absoluta responsabilidad a la memoria para que impulse la acción de la mano que
registra lo fragmentario, difundiendo un collage de sentidos, porque allí donde hay
sentido se manifiesta la necesidad de no dejarse cubrir por las sombras de las
omisiones, porque precisamente para eso está la escritura, sobre todo cuando se
cuenta con las herramientas necesarias para rescatar y resguardar las cosas de
los pliegues del olvido. La consigna está en no dejarse derramar dentro de un
orificio insondable, donde no percutan para nada los sonidos ni las imágenes
encuentren sus reflejos en ningún territorio. En el axil de una circunstancia
de esta naturaleza, el socorro puramente metafórico del dios Hermes tiene una
intervención vital, entusiasmar la lira del poetaen su sentido más
etimológico, paradigma de signos inscriptos mediante una palabra lúcida,
luminosa, transformada en la sortaria epifanía de un espejo de palabras,
exponiendo a la luz del juego sus multiplicados visajes epigramáticos.
Persiguiendo el curso del
diario bogar, el lenguaje, el más prodigioso instrumento concebido por la
evolución del Homo sapiens, se
constituye en el espejo para iluminar las opacidades más estrictas, arrastradas
del orto de los mitos, la mediación ineludible para sobreimprimir los sueños de
la escritura, pensamiento e imaginación, reflexión y fantasía, en hilos
comunicantes con el deseo personal de plasmar las germinaciones derivadas de
los acontecimientos, las observaciones y los sentimientos, experimentados hasta
ahora por Alejandro Sebastiani Verlezza, transitando, entre la serenidad y las
borrascas, el discurrir de su segunda juventud, cuando cuesta desviarse del
curso ya elegido, alejarse de la atención del objetivo situado en el horizonte,
justo en esa etapa en que las redes de la mente se vuelven más creadoras y
reflexivas. En esta fase la experiencia de los signos cristaliza por tanteo,
adquiere masa y autoconciencia, con las cuales en la urdimbre de la escritura
no se perciben improvisaciones, todo responde a las secretas reglas de los
sentimientos, la muerte y las afinidades.
Una lectura afín con la
cronología del diario, conduce a otra lectura del mismo género. Entonces se
abre la posibilidad de que por medio de la intuición quizá se pase de Fedor
Dostoievski a Frank Kafka, de André Gide a Walter Benjamín; alcanzando además a
Josep Pla y Robert Musil, y de estos se vaya a Gombrowicz y a Virginia Wolf,
hasta llegar a Soren Kierkegaard, mientras de este lado del solar convergen
Alejandro Oliveros, Clarice Lispector, Ennio Jiménez Emán, y el imprescindible
Lezama Lima, integrantes de una prolija constelación de autores de diarios, con
el rasgo común de conservar vigente la brecha trazada, presumiblemente, antes
de la época de Ki-no-Tsurayuki, el remoto autor de El
diario de Tosa, un
libro tan antiguo como los cuentos árabes de Las mil y una noches. En el resumen queda el valisaje
rebosante, con el bagaje asaz para labrarse su propia educación sentimental y
cultural, constituir la base de su literatura; avanzar al encuentro de las
vertientes textuales, desembocar en simultanea en otros baluartes privilegiados
como Rossi, Paz Pessoa, Pitol, Ossott, Cadenas, Sucre, Mann, Steiner,
Palacios, Rojas Guardia, De Stefano, Valéry, Pavese, Philip Roth, González Rincones,
Coetzee, Pamuk, Keroauc, Blanchot, Bachelard, Calvino, Joyce, Kundera,
Cortazar, Broch, Proust, Montaigne, Camus, Vargas Llosa, Ponge, Gervasi,
Eleazar León, Canetti, Chéjov, Shklovski, Almátova, Borges, Dante, Saramago,
Bolaño, Breton, Barthes, Duras, Kavafis, Durrell, José Barroeta, Murakami,
Beckett, Hölderlin, Wittgenstein, Lao-Tse, Marai, Benn, Cintio Vitier, una
magnifica pléyade de maestros para acceder –como es su natural temperamento–,
sin las exaltadas presunciones de otros, al laberíntico interior de la crítica,
la poesía y la ficción, para posicionar sus derivas, con instrumentos y
sustancias originadas por sí mismo, en un espacio visible, con una idónea
noción de novedad, en guardia para hacer resbalar sobre su piel las gratuitas
amenazas de la odiosa negación.
A la distancia de
cualquier intento de contradecir el diario, como universo honesto de las
verdaderas experiencias vividas, en este testimonio no caben sospechas de esa
magnitud. En este sentido el autor se pone alerta y somete a juicio su
honestidad, cuando afirma modestamente, páginas adentro, que: hay
un prejuicio que se expresa más o menos así: el diario debe expresar una
conmoción, estado de crisis personal y exaltación, hay que confesarse,
optar el desgarro, hacer un teatro. Pero en este libro las cosas no
suceden así. Con toda la honestidad del compromiso de escribir con la verdad en
las manos, estas confesiones carecen de aquella estridencia innecesaria. Según
se infiere, allí las predisposiciones se encuentran sin trampas, a buen
resguardo de ciertas lecturas afectivas, entre
las que podían estar sobre la almohada, Manual del distraído de Alejandro Rossi, La montaña mágica de Thomas Mann, El año de la muerte de Ricardo Reis de José Saramago (unas pocas
obras, quizá de cabecera, mencionadas aquí al azar); películas inolvidables, 2046,
como modelo de escritura; alguna referencia a la pintura, Eros
negro, un dibujo en tinta china de André Masson. Las luminosas
mujeres de Klimt; un poco de música, el sonido de los Beatles, un disco con la
voz de Marisa Monte, la cadencia rítmica de Cher Baker y Duke Ellington; cartas
a la antigua usanza, acaso en papel color sepia. Y de pronto el atisbo de
alguien transitando una calle, un instante de fugacidad, la breve suma de la
levedad; una ligera sombra dejándose borrar por la distancia de una esquina,
apenas aprehendida por la vista calle abajo. (¿Una hermosa mujer ceñida de
rojo, en altos tacones del mismo tono del vestido?). Tal vez. La intención de
certeza cede entonces el paso al misterio.
Después llega, nuevamente,
al rato, el ambiguo matiz de la saudade urbana: en su enigmático
comportamiento, la ciudad, sometida a la gasa de la lluvia, se contrae en una
tristeza de bruma, contemplada desde detrás de una ventana empañada. Algunos
batientes que se cierran apresurados, cada cierto espacio de la calle, ante la
pluviosa amenaza, mientras el cuaderno de apuntes espera con calma las
próximas anotaciones. Sin ambages, en esta escenografía se cumple el deseo de
converger en el mismo tren de la escritura, donde el diario viene a asumir su
complicidad de pretexto para ser canto de esperanza –a lo Darío– y poner en práctica el
reclamo de Rimbaud, con el anhelo apasionado de contribuir a cambiar las cosas,
aunque la transformación se haga con intermitencias, en demorados fragmentos,
para luego, en algún momento glorioso, celebrar la literatura en la permanente
inflorescencia de las derivaciones que permiten comprender y expresar lo real,
lo imaginario y lo simbólico del mundo, en el cual somos victimarios y
víctimas.
FUENTE: EL NACIONAL
Venezuela