“LA NIÑA DE SUS OJOS” DE
JOSÉ LUIS VALDÉS GANA EL XXVI PREMIO “CLUB TAURINO MAZZANTINI” DE
RELATO TAURINO
El doctor José Luis Valdés,
articulista colaborador de ElMuletazo.com, ha ganado
la XXVI Edición del Premio “Club Taurino Mazzantini” de relato taurino con la
obra titulada “La Niña de sus ojos”.
El Club Taurino Mazzantini, de Llodio
(Álava), que este año cumple su 39º aniversario, dota al ganador de este
prestigioso premio, destinado a promocionar la literatura en el ámbito de la
tauromaquia, con 1.500€.
Por cortesía del autor, José Luis
Valdés y del Club Taurino “Mazzantini” de Llodio les ofrecemos integra la obra
ganadora:
LA NIÑA DE SUS OJOS
Ernestín Porrines Fitz-James tenía un “swing” muy mejorable pero
seguía intentándolo con empeño, lo cual no era habitual en él, poco dado a
insistir en todo aquello que le supusiera la más mínima fatiga.
Aquélla era
aparentemente una mañana más en el campo de golf. Aunque le parecieran más
pequeñas con la resaca de la noche anterior, aquel día las bolas tenían el
mismo tamaño de siempre y, también como todos los días, ya llevaba doblados dos
palos aunque sólo estaba en el primer hoyo.
-¡Estos palos son
demasiado largos para mí! –se quejaba amargamente cuando por enésima vez
levantó una “chuleta” de césped sin llegar a rozar la bola, una rara y
particular habilidad con la que merecidamente se había ganado en el club el
apodo de “Carnicerito”, como aquel famoso torero de Úbeda.
De repente sus ojos
se nublaron y la luz desapareció. Sintió que las fuerzas le abandonaban y que
sus piernas ya no podían continuar sosteniéndole. En un momento todo se tornó
oscuridad y silencio.
Así transcurrió un
buen rato. Impreciso. Inconcreto. Difuso, como sus recuerdos. Al cabo de un
tiempo indeterminado empezó a percibir algunos sonidos lejanos que inicialmente
creyó que eran el dulce piar de algunos pajaritos…
-¡Madre mía…!
Eso le pareció raro
en boca…, mejor dicho, en pico de un pájaro.
-¡Ponedle los pies
en alto! -creyó escuchar.
-¡Hacedle aire…!
-¡Echadle agua fría
por el cuello…!
Esta vez no tuvo
dudas de lo que pretendían hacerle aquellos malditos pajarracos que
revoloteaban sobre él en busca de carroña.
-¡Dejadme en paz,
buitres!
Y empezó a dar
manotazos al aire hasta que, empapado por un cubo de agua fría, consiguió abrir
los ojos. Entonces miró a su alrededor y se vio rodeado por muchas personas.
Ante él, apenas a un palmo de distancia, la cara de una chica con un marcado
estrabismo no le quitaba el ojo de encima (el derecho, concretamente). Sus
labios se despegaron para decirle:
-Perdóname. No sé
cómo ha podido pasar porque yo he apuntado hacia la banderita, pero la bola ha
salido en otra dirección… Te he dado un bolazo en la cabeza, pero ha sido sin
querer. Te pido mil perdones… -dijo esbozando su mejor sonrisa- Me llamo Fifita.
-¿Que cómo ha podido
pasar? ¡Porque eres bizca, joder! ¡¡Casi me matas!! –le respondió el enojado
Ernestín.
Cuando se palpó el
tremendo chichón en la cabeza estuvo a punto de desvanecerse de nuevo y casi se
echa a llorar.
-¡Llevadme urgente al
botiquín! -imploró sollozando- ¡No, no, mejor llevadme al bar…!
Y sus amigos lo
transportaron en volandas hasta la barra del club social, igual que un torero
herido es llevado por su cuadrilla atropelladamente a la enfermería de la plaza.
-¡Cosme, un
gin-tónic para don Ernestín! ¡Urgente!
-¡Que sean dos!
-¡Tres…!
-¡Cuatro…!
Al final la
cuadrilla entera se puso en tratamiento, pues todos estaban solidariamente impresionados
por el formidable traumatismo de su amigo. De pronto empezaron a apartarse a un
lado porque en ese momento estaba haciendo su solemne entrada en la sala doña
María de las Candelas Consolación Genoveva Fitz-James Osorio Figueroa Imperio
de las Marismas, Delita para sus amigas del rastrillo e ilustrísima señora
marquesa del Montepío para el resto de la humanidad.
-Ernestín, hijo,
¿qué te ha pasado? ¡He venido corriendo en cuanto me he enterado! -Con casi
ochenta años, llamaba “correr” a todo esfuerzo por andar un poquito más
deprisa.
-Pues ya ves, mamá,
que han intentado asesinarme en el campo de golf con un bolazo en el cráneo
–respondió tumbado en un sofá con un vaso de tubo en la mano-. Más hielo,
Cosme, por favor… ¡No, en la cabeza no, que voy a coger una pulmonía…! ¡En el
vaso, hombre!
-¿Asesinarte? ¡Pero
si Fifita es incapaz de matar una mosca!
-¡Ésa! ¡Ésa ha sido! Una
tal Fifita… Adrede… En toda la cabeza… ¡Y delante de muchos testigos! ¡Qué
diabólica puntería!
-Mi hija no ha podido
hacer eso a propósito, caballero -replicó una señora muy ofendida-. Aparte de
que, como bien dice doña Delita, mi Fifita es incapaz de matar una mosca,
tampoco tiene ninguna puntería; su estrabismo obviamente se lo impide.
La que así habló era
doña Fifí, la mamá de la bizca Fifita e íntima amiga de la señora marquesa del
Montepío. No en vano ella también era marquesa, la señora marquesa del
Cotolengo, y, como damas de tanta alcurnia que eran, se entendían
perfectamente. De hecho, se entendían tan bien que estaban intentando que
Fifita y Ernestin se hiciesen novios algún día, a ser posible no muy lejano, y
contrajeran sagrado matrimonio para surtir de nuevos marquesitos a la
aristocracia sevillana, pero temían que aquel desgraciado accidente hubiese
dado al traste con todos sus planes.
Ernestín, el
primogénito de doña Delita -que siendo hijo único era también el benjamín y,
como tal, acreedor de todos sus mimos- acabó sus primeros estudios muchos años
atrás en la exclusiva institución “El Melonar College” a trancas y barrancas, y
con la inestimable ayuda -todo hay que decirlo- de algunos generosos donativos
de su mamá que sirvieron para reponer la cubierta de la piscina climatizada,
maltrecha por una terrible granizada. Por la insistencia de su madre, inició
los estudios para Ingeniero de Caminos, Canales y Puertos, pero tristemente
jamás llegó a puerto alguno, ni a dársena ni a humilde embarcadero, y sólo se
quedó por los caminos; mejor dicho, apenas al principio del sendero, porque,
tanto en los cursos como en los hoyos del campo de golf, nunca consiguió
completar el primero. Por eso el tarambana del “niño” ocupaba su tiempo
destrozando palos de golf a diario en el elitista Real Club Pineda de Sevilla
mientras intentaba mejorar su “swing”, tarea que se le ponía muy cuesta arriba
a partir del cuarto gin-tónic, y tal era la cifra que alcanzaba invariablemente
antes de que su mamá empezara a rezar el “Ángelus” de cada día. Ése era
realmente su “hándicap”.
-Mamá, necesito
reponer una docena de palos doblados y los de mi marca favorita sabes que son
muy caros. De hecho, estoy pensando que me los fabriquen a medida, como el
sastre, pero ésos son más caros todavía. Esta vez creo que con doce mil euros
me podré apañar de momento…
-Pues, querido hijo,
debes ir pensando en sentar la cabeza y buscarte alguien que te financie.
-¿Te refieres a que me
busque un patrocinador? ¿Un sponsor? No creas que no
lo he pensado, pero hasta que no mejore el swing…
-¡Me refiero a que
te cases ya de una puñetera vez, que tienes cincuenta años! -tronó la marquesa.
-Mamá, no merezco
que me hables así. Sabes que para mí no existe otra mujer más que tú; que yo
nunca encontraré otra que tan siquiera te iguale en todas tus virtudes y que
sólo quiero permanecer siempre a tu lado para cuidarte como te mereces.
-Pamplinas, hijo.
Entérate bien: el dinero se nos acaba y, como no paras de romper palos de golf
a tal velocidad, casi te has gastado la herencia en vida. Así que, o me haces
caso, o pronto no voy a tener ni para un asilo.
-¡Ah…! –respondió
contrariado Ernestin, y se quedó en silencio pensativo.
-No le des más
vueltas: tienes que casarte. Y con una rica heredera; es nuestra única
salvación.
-Pues no conozco
ninguna, mamá.
-Hijo, eres tan
torpe como lo fue tu padre. ¡Si la has tenido hoy delante de tus narices! ¡Si
hasta te ha dado un bolazo para llamar tu atención! Y hay que admitir que eso
tiene mucho mérito, pues no le ha debido de ser nada fácil acertarte dadas sus
circunstancias…
-¿…? ¡No, no y no…!
-Sí, hijo… ¡Sí, sí y
sí! Y sin pataleos, por favor…
-¿Fifita…?
-¿Quién si no?
-Me niego; antes la
muerte.
-Ese es el problema:
que, como no te des por enterado, es posible que con el próximo bolazo te mate
o, peor aún, te deje idiota. Además, es una rica heredera que no ha tenido
suerte con los hombres.
-Mamá, si sigue
virgen a su edad no es por mala suerte; es que es rematadamente fea. Ni
siquiera su dinero ha convencido a nadie para enamorarse de ella. En sus treinta
años de vida no creo que haya conseguido que se le declare nadie más que… ¡la
varicela!
-Pues no tienes
elección: esta tarde viene con su madre a tomar café a casa. Quiere pedirte
disculpas. Por la cuenta que te trae, espero que seas amable con ella o se
acabaron el golf, las copas y las francachelas con tus amigotes. Avisado quedas.
Esa tarde pudo
comprobar bien de cerca lo fea que era Fifita. Sus ojos bizcos eran lo más
agraciado que tenía, especialmente el ojo derecho que era con el que realmente
apuntaba. Poseía, pues, una mirada “única” puesto que el izquierdo, revoltoso
como una ardilla, se resistía a obedecer ninguna disciplina. Sus pechos también
eran, por así decirlo, llamativamente asimétricos, uno más alto que otro. En
este caso era bizca del derecho. En cuanto a sus piernas cilíndricas, quizás
fuesen cortas o quizás fuese que el generoso culo no estaba ajustado en su
sitio; el caso es que se le podía calificar indiscutiblemente como culibaja.
Ernestín decidió aplazar el resto del examen físico para mejor ocasión pues ya
tenía bastante por ese día.
-Hola, Ernestín.
Gracias por invitarme a tu casa.
-“¿Así que era eso,
eh? ¿Conque una invitación?” -pensó Ernestín, descubriendo de repente el sucio
ardid que le había tendido su querida madre.
Fue entonces cuando
Fifita, con un sencillo e inocente gesto -un gesto altruista que denotaba su
alta cuna-, ablandó su duro y soltero corazón…
-Para que aceptes
mis disculpas y no me guardes rencor, te he traído este humilde regalo que
espero que te guste…
El “humilde”
regalito era un juego de palos de la marca japonesa Honma Golf Company. Se
trataba de una edición especial valorada en más de cincuenta mil euros.
Ernestín casi se cae de espaldas de nuevo por el impacto, aunque esta vez no
hubiera bolazo alguno de por medio.
-Son… preciosos,
Fifita -balbuceó emocionado, sin saber bien a qué ojo mirarle-. No sé cómo
podría agradecértelo…
Las dos marquesas
asintieron con una sonrisa de complicidad. Entonces los dejaron solos con la
excusa de ver lo bien que quedaban unas nuevas macetas filipinas en el patio de
la casa-palacio.
-A vuestra edad
seguro que tenéis que hablar de muchas cosas -la madre de Ernestín pronunció la
palabra “edad” con especial énfasis mirando a su hijo.
-Mañana lidiamos en
La Maestranza –dijo Fifí de sopetón, después de estar ambos un ratito callados
sin saber qué decirse.
-¿Sois toreras?
-¡No, qué va! ¡Ja,
ja! -dijo Fifí, pensando que Ernestín había tenido una ocurrencia realmente
graciosa- Somos ganaderas.
-Ya decía yo…
–respondió el galán, aliviado al ver que la joven no se había dado cuenta de la
estupidez que acababa de preguntar, pero es que era incapaz de concentrarse en
otra cosa que no fuera estrenar cuanto antes esos flamantes palos.
-En realidad el
primer ganadero fue mi bisabuelo, don Adefesio Miraflores, marqués del
Cotolengo, que fundó la ganadería con reses de Atanasio Fernández. A su muerte
la heredó mi abuelo, también otro Adefesio, Miraflores igualmente. Ellos les
dieron a los toros su especial personalidad, forjando un nuevo encaste. Luego
mi abuelo la legó a mi madre, Adefesia Miraflores, aunque todos la llaman Fifí,
y a mí me dicen Fifita para no confundirnos, porque Adefesiíta es un poco
difícil de pronunciar. Por tanto, los adefesios proceden de aquellos atanasios,
pero con su propio carácter.
-Ahora lo comprendo
todo… –musitó Ernestín, aunque en realidad sólo entendía lo del nombre,
Adefesia, muy oportuno, porque el apellido Miraflores no le parecía tan
apropiado para esa forma de mirar tan particular y zigzagueante.
-Podrías acompañarme
mañana a la plaza; tengo dos barreras especiales de sombra… -Fifita sabía que
podría disponer libremente de la de su madre, que aceptaría gustosa cualquier
cosa por alentar ese incipiente idilio.
Ernestín no entendía
ni un pimiento de toros y apenas había ido a dos o tres corridas en su vida.
Así que no sabía qué contestar. Por un lado, no le apetecía que lo vieran en
público en compañía de una dama tan fea, pero, por otro, no le desagradaba la idea
de codearse con los maestrantes, algunos de los cuales le lanzaban miraditas
socarronas cada vez que doblaba un palo en el club. Finalmente se decidió a
aceptar. Tampoco arriesgaba mucho; sólo su reputación, que no era muy elevada
fuera del círculo de sus amigotes.
Al llegar a la plaza
esa tarde ya se veía como un ganadero importante y, tan ufano, se sentía el
centro de todas las miradas. Entonces se dio cuenta de que la causa de la
expectación que despertaba a su paso era que Fifita se había cogido de su
brazo. Sobresaltado, estuvo a punto de sacudírsela inmediatamente como si fuese
una mosca pegajosa en tarde de bochorno, pero no le dio tiempo porque Fifita se
despegó ella solita para dar un fuerte abrazo a un tipo alto y bien parecido,
sonriente y elegantemente vestido, que había venido directamente hacia ellos
guiñándoles un ojo.
-¡Hola, Pocholito!
¡Qué alegría me da verte! -le dijo Fifita- Estaba segura de que hoy no
faltarías.
-¡Hola, prima Fifita!
–respondió el susodicho- ¿Cómo iba a faltar esta tarde si se lidia en La
Maestranza una corrida de mi tía y de mi prima?
-Mira, querido
primo, te presento a mi… acompañante, Ernesto Porrines, hijo de la marquesa del
Montepío.
-Hola, encantado de
saludarte -dijo estrechándole la mano-. Ya te he visto jugando al golf en el
Club Pineda, “Carnicerito”…
Ernestín no supo si
interpretar esas palabras como un saludo amistoso o si encerraban una carga
oculta de ironía, ya que desconocía lo de su apodo pues nadie se lo había dicho
jamás a la cara.
-Por cierto, prima,
el domingo celebraremos en mi finca un acoso y derribo. Espero que vengáis… los
dos –añadió guiñándole un ojo a Ernestín, que dio así por sentado que los
problemas oculares de los Miraflores eran algo genético y familiar.
La corrida salió muy
mala. Los toros, los famosos “adefesios”, feos como ellos solos, eran los más
temidos de toda la cabaña brava y tenían enorme peligro desde los pitones hasta
el rabo. Una tarde más se cumplió la tradición y ningún torero consiguió
cortarles una oreja, algo que venía repitiéndose invariablemente desde hacía
más de cincuenta años. Antes al contrario, dos de los diestros estuvieron a
punto de perder las suyas por los mordiscos de los toros, mientras que el
tercero acabó en la enfermería con un certero puntazo en el escroto y allí se
encontró con dos picadores contusionados tras sendos batacazos, quedando uno de
los caballos pataleando panza arriba dentro del callejón. Al entrar el último
matador en brazos de los banderilleros, se oyó al cirujano jefe proclamar dirigiéndose
al resto del equipo médico:
-¿Lo veis? Y con éste ya
van cinco heridos. Ya os dije que con los adefesios siempre hay quórum. ¡He
ganado la porra!
Por no oír a su
madre, aquel domingo Ernestín acudió a “La Altozana”, la bonita finca de
Pocholo Miraflores, en compañía de Fifita, a la que las malas y bífidas lenguas
señalaban como su novia, lo que ya empezaba a ser la comidilla de toda Sevilla.
Por decisión de la chica, que no era nada tonta, habían llevado sus propios
caballos. Sabedora de las pocas dotes ecuestres de su pareja y desconfiando
acertadamente de su primo, Fifita había escogido para él una jaca tranquila,
dócil y pastueña: “La Sepulvedana”, llamada así porque, como los célebres
autobuses, iba haciendo paradas a cada poco para triscar hierba con mucha
pachorra.
-Mira, Ernestín -se
jactaba Pocholo en el porche del cortijo con un whisky en una mano y señalando
hacia el horizonte con la otra-, aunque saliera con mi caballo al amanecer, a
la puesta del sol aún no habría llegado al límite de mi finca. ¿Qué te parece?
-Que quizás deberías
cambiar tu caballo por otro un poquito más rápido…
-¿Qué insinúas? ¿Qué
mi caballo no es bueno? -Pocholito, como un niñato malcriado, no admitía que
nadie le llevase la contraria- ¡Pues ahora verás en el acoso y derribo! ¡Vamos
a ir tú y yo en collera! ¡Te vas a enterar!
Cuando soltaron la
becerra, ambos salieron al galope en su persecución. Ernestín bastante tenía
con intentar no caerse de la silla como para preocuparse de sujetar bien aquel
palo, mucho más largo que los palos de golf, los únicos palos que le eran
familiares. Así que nada tuvo de extrañar que, por su torpeza con la garrocha,
el caballo de Pocholo se enredara con ella a galope tendido y diese varias
vueltas de campana con jinete incluido. La vaquilla, sorprendida, se detuvo
unos segundos para disfrutar del desastre y después dio media vuelta para
alejarse feliz y retozona poniendo pies en polvorosa.
La costalada fue de
aúpa y se armó un lío tremendo. Afortunadamente Ernestín se salvó de ser
linchado allí mismo gracias a la providencial intervención de Fifita, que le
dio así una prueba inequívoca de su amor…
-La culpa ha sido
mía –intervino Fifita al quite-. Él no quería participar porque se lastimó ayer
el codo en el golf intentando un “approach” y hoy no podía sujetar la garrocha
con tanto dolor, pero yo le insistí caprichosamente. ¡Pobrecito! Como me quiere
tanto, no supo decirme que no…
Al oír esas últimas
palabras hubo un murmullo general, mezcla alícuota de compasión y admiración
por aquel torpe caballero capaz de enamorarse de Fifita. Muchos dudaron si es
que el amor realmente es ciego… o es bizco sólamente. El caso es que Ernestín
no tuvo valor para rechistar y, a partir de ese momento, el noviazgo ya fue
asumido por todos como algo oficial e irremediable. ¡Y cómo iban a linchar al
único novio que había conseguido la pobre Fifita en toda su vida!
Como en “La
Altozana” no había enfermería, trataron al caballista herido en la bodeguita
del cortijo con el protocolo habitual de whisky y gin-tónic para todos. La eficiente
empresa de catering contratada al efecto comenzó a despachar alcohol a diestro
y siniestro a la misma velocidad con que se esparcen al aire las semillas en la
resiembra de un campo de golf. Al final de la tarde Ernestín ya había perdido
la cuenta de las copas que llevaba encima. Cuando ni siquiera sabía si eran
pares o impares las que caben en una docena, Fifita tuvo que tumbarle
semiinconsciente en uno de los dormitorios. Nadie sabe lo que allí pasó -nadie,
salvo Fifita, claro-, pero el caso es que aquélla fue la única vez en su vida
que Ernestín hizo hoyo en uno. Y sin doblar el palo.
Al cabo de mes y medio,
Fifita le dio la grata noticia:
-Cariño, estoy embarazada.
-¿Quién ha sido el
valiente? –preguntó Ernestin incrédulo.
-Pues tú, campeón. ¿Quién
había de ser si no? ¿Lagartijo? –respondió Fifita ilusionada- Tenemos que
preparar la boda antes de que se me note la barriga.
Entonces Ernestín
tuvo claro que aquel día en “La Altozana”, más que las vaquillas, el verdadero
acosado y derribado había sido él. Por la noche soñó que una becerra bizca le
perseguía para sodomizarle con una garrocha. Se despertó sobresaltado y
sudoroso comprendiendo que había sido una pesadilla, pero tardó mucho en
recuperar el aliento y ya no pudo volverse a dormir.
La boda se ofició en
la capilla del cortijo de los Miraflores. Cuando se dieron el “sí, quiero”, el
sacerdote anunció:
-La novia ya puede
levantarse el velo, aunque no es necesario que se lo retire si no quiere…
Quiero decir… –carraspeó- que le favorece mucho llevarlo puesto…
Después del
banquete, que se celebró por todo lo alto, hubo un tentadero para los
invitados. A pesar de llevar varias copas encima, Ernestín no se atrevía a
tomar la muleta ante aquellas ariscas vaquillas adefesias, por lo que el primo
Pocholo, que también iba bien puesto, se ofreció a coger el carretón para que
el novio pudiese lucirse sin peligro ante los asistentes. Al menos ésa fue la
propuesta inicial porque, al primer natural, el primo Pocholo le devolvió la jugarreta
de la garrocha y, con el consabido guiño ocular, le dio un puntazo en la nalga
con el armatoste. Aunque la sangre no llegó al río, el alcohol bien pudiera
haberlo hecho, pues, como auténticos caballeros, resolvieron el asunto como
tenían por costumbre en esos casos.
Meses después nació
una niña. Cuando la matrona salió del paritorio con ella en brazos para
mostrársela a su padre, éste la tomó tembloroso en sus manos.
-¿A quién se parece?
-preguntó Ernestín muy nervioso.
-Aún es pronto para
saberlo. Si acaba de nacer…
-¡Es guapa! ¡Es muuuy
guapa! –terció Pocholo.
-¿Pues acaso no había de
serlo? –contestó la matrona.
-¿Pero cómo tiene los
ojos? -preguntaba ansioso su padre.
-Pues no lo sé. Hasta que
no los abra no podremos verlos -replicó la matrona.
Tras unos eternos
momentos de incertidumbre, la niña abrió sus ojos redonditos y sus mofletes
sonrosados se contrajeron para obsequiar a todos los presentes con una amplia
sonrisa.
-¡No es bizca! ¡No
es bizcaaaa…! -gritaba Ernestín, abrazándose con Pocholo como un poseso y dando
saltos de júbilo- ¡Y encima es guapísima…!
El padre casi se
desmaya por la emoción. La veterana matrona, que no había presenciado nada
igual en su vida, pensó que se había vuelto loco y, al ver su mal color, pidió
ayuda para llevarle a la sala de urgencias.
-¡No, no…! ¡Mejor a
la cafetería…! ¡Que me lleven a la cafetería…!
Sabedor por la
experiencia de que ése era un tratamiento infalible, el primo Pocholo se hizo
con el mando y lideró la jubilosa comitiva hasta la cafetería del hospital.
Allí estuvieron, entre vítores, agotando las reservas de whisky, ron y ginebra,
hasta que Fifita salió de reanimación y la llevaron de regreso a su habitación.
Entonces recibió los besos de toda la familia. Rodeada por todos, surgió el
difícil debate que durante los nueve meses previos nadie se había atrevido a
afrontar: el nombre.
-Que digo yo que a
la niña habrá que llamarla de alguna manera, ¿no? Podría ser Ernestina, en
honor de su padre y su abuelo… –propuso doña Delita.
-No, mujer. Está claro
que tendrá que llamarse Adefesia, como su madre, su abuela, su bisabuelo y su
tatarabuelo –corrigió doña Fifí.
Se hizo un tenso
silencio mientras ambas marquesas se sostenían la mirada como dos toros a punto
de embestirse. Aquella amistad cimentada durante tantos años parecía
tambalearse.
-No discutáis –zanjó
Fifita-. Ya está decidido: como el golf nos unió a ambos, se llamará Severiana,
en recuerdo de Severiano Ballesteros.
-¿Severianita…?
¡Magnífica idea! Pues en casa le podríamos decir “Pocholita”… -sugirió el primo
guiñando el ojo habitual con el aplauso general de todos los presentes.
Cuando le dieron el
alta en la maternidad, la familia se trasladó al cortijo para que Fifita
pudiera reponerse. Allí fueron recibidos por el mayoral, los vaqueros y el
resto de personal con el repicar de las campanas de la misma capilla donde
meses antes se había celebrado la boda. La joven madre estaba radiante de
felicidad y la alegría inundó toda la finca rebosante de primavera.
Entonces se les unió
el voltear de los cencerros de la piara de bueyes al completo y en los cerrados
de los cuatreños, esos toros legendarios a los que nadie era capaz de cortar
una oreja, los temibles “adefesios” comenzaron a mugir a coro para dar la
bienvenida a su nueva ganadera: Severianita Porrines Fitz-James y
Suances-Miraflores, Pocholita para los íntimos.
Quién se lo hubiera
dicho a Ernestín: ¡La niña más bonita del mundo! ¡La niña de sus ojos!
FUENTE:
LOS CAZADORES DE CONCURSOS LITERARIOS XXIII (OCTUBRE 2019) Publicado el concurso, el miércoles 11 de septiembre del 2019
en el Blog.