NOVELA
Vida y embajadas de Girolamo
Farnese, Veneciano
HISTORIA
«Éramos amigos, amantes de los vinos caros, de las mesas de ruleta
clandestinas en Viena, de los mesones de los piedemontes albanos, de comer
pescado con las manos en las freidurías venecianas o en los puertos del sur de
Francia, de discutir asuntos de Estado en las quintas de recreo alicantinas, de
las primeras ediciones de Adelphi o Gallimard, de las princesitas belgas, del
brillo del sol en los cromados fuselajes de los reactores intercontinentales.»
Editorial Verbum
Madrid, 2016
Prólogo a
Vida y embajadas de Girolamo Farnese, Veneciano
Novela de José Antonio Martínez-Climent
Vida y embajadas de Girolamo Farnese, Veneciano
Novela de José Antonio Martínez-Climent
Todas las colecciones de
clásicos cometen un error fatal. Ponen prólogos a los libros. Y los prólogos
destripan el contenido de la obra, inevitablemente. Me refiero, claro está, a
las novelas. Es sabido que la diferencia entre una tragedia griega y una novela
policiaca – y todas las novelas son policiacas – es que la fuerza de la primera
estriba en que el espectador se sobrecoge viendo acercarse el terrible
desenlace, de sobra conocido por todos, y ahí se produce la catarsis. La fuerza
de la segunda consiste en que no sabemos hasta el final quién es el asesino.
Así es que el riesgo del destripe -hoy llamado spoiler por
los exquisitos- tan sólo se evita escribiendo un epílogo en lugar del prólogo.
Es trampa deleznable recurrir a cambiar de nombre el prólogo creyendo que con
llamarlo prefacio o introducción todo vale. Y es imposibilidad editorial
moderna escribir un epílogo; el último que logró el doblete fue Ortega en La rebelión de las masas con su Prólogo
para franceses y su Epílogo para ingleses.
Pues bien, Vida y embajadas de Girolamo Farnese, veneciano, tiene una trama, muy sólida y muy rica, tal vez
resistente al destripe, pero no quiero privar al lector del pleno disfrute de
esta insólita narración.
No se trata de una utopía.
Al contrario, la acción se ubica inequívocamente en Venecia, siempre presente
aun cuando muchos episodios tengan lugar en el resto del mundo. Sí tiene mucho
de ucronía. El punto en el que se apoya la trama es la subsistencia hasta
nuestros días de la Serenísima República de Venecia. Decadente, venida a menos,
“Venecia agoniza sin un Dux histérico de oro y poder que renueve el aire con
sus comercios y sus dispendios”. Por eso la novela termina –y no destripo, se
lo juro- con gallardía, así: “Somos embajadores del arte de morir entre el lujo
y el esplendor que nos presta nuestra ciudad, que huele a pescado muerto y
brilla con el fuego de mil láminas de pan de oro”.
Pero aparte de esa
espléndida reliquia histórica contrafactual, el resto de los escenarios en el
tiempo y en el espacio donde transcurre la acción de Vida y embajadas... es el propio de los años presentes. No está colocado en un futuro de
pesadilla sorprendente como el 1984 de George Orwell o el Mundo feliz de Aldous Huxley. Los lugares donde se desarrollan las peripecias –que
son muchas y sabrosas- ilustran casi todos la atracción mutua entre la Europa
brumosa y la Europa mediterránea donde “florece el limonero”. Esa Europa
meridional, a menudo italiana, que Goethe ansiaba y Freud, el charlatán de Viena,
que diría Nabokov, temía hasta el punto de sufrir de una fobia peculiar cada
vez que llegaba al Paso del Brennero, se supone que debida a la aproximación a
la Roma eterna.
Esta novela, como la
anterior del mismo autor, La tierra del
grajo, presenta un mosaico
deslumbrante de paisajes que van de lo arcádico a lo desértico, del sol de
justicia a las negras nubes. Los describe con la precisión del biólogo que es y
del poeta que también lleva dentro. Nada aviva tanto el ritmo narrativo como
una descripción fuerte y cortante del paisaje, igual que nada amortigua la
narración tanto como la pintura pobre y premiosa del escenario. José Antonio
Martínez Climent claramente consigue lo primero y hace buena en su caso la
opinión tan discutible de Unamuno cuando aseguraba que el paisaje no
tenía por qué figurar en las novelas más que si desempeñaba un papel tan
relevante como el de cualquier personaje humano. En esta novela los paisajes
tanto terrestres como marítimos, nocturnos, diurnos o crepusculares, urbanos o
agrestes, están vivos. Son atractivos o inquietantes, hermosos y apacibles pero
con espíritus escondidos no del todo tranquilos.
Por esos páramos y huertas,
salones y muelles, campos de batalla y alcobas (“a batallas de amor, campo de
pluma”), cancillerías y tabancos, deambulan y se afanan cientos de
personajes, a veces burilados con cuatro trazos, otras con cuatro páginas y
siempre con destreza. Esa muchedumbre compuesta de individuos con fuerte
personalidad recuerda a veces las legiones variopintas de personajes de
Cunqueiro. El propio autor cree que se trata de una fantasmagoría, y es posible
que esa fuera su intención al poblar las páginas de tan numeroso elenco, pero
en realidad creó una plétora de actores muy diversos y muy definidos. Tal vez
el autor piensa que la obra que representan es fantasmagórica puesto que el
mundo que a él –y por cierto también al lector- cautiva es un mundo agonizante
aunque con los brillos de viejos esmaltes y pan de oro.
En todo caso al releer Vida y embajadas de Girolamo Farnese, veneciano, me vino a la mente no sé por qué una duda sobre si
le serían aplicables los versos de Oliver Goldsmith en su poema El viajero:
How
small, of all that human hearts endure,
That
part which laws or kings can cause or cure!
“¡Cuán poco,
de cuanto el humano corazón soporta,
lo causan o
curan leyes o reyes!”
Puede que sí, pese a que
desde la Revolución Francesa estas palabras escritas por Goldsmith 25 años
antes, en 1764, dejaron de ser ciertas. Y desde luego tampoco respondieron en
el siglo anterior a los feroces destrozos de la Guerra de los Treinta Años.
Pero lo que llama la atención en la obra de Martínez Climent es que configura
un mundo donde, pese a estar situado en la época cataclísmica del siglo XX,
tienen más realidad la naturaleza y las pasiones humanas que las catástrofes
históricas o sociales. Claro que incluso eso tiene una excepción fundamental:
por debajo de la acción en esta novela y en la anterior se extiende el lago
subterráneo de la añoranza triste de quien sabe que el mundo es cada día más
feo, más mezquino y más hipócrita.
La otra asociación sin mayor
fundamento, puesto que aún no he tenido el gusto de conocer en persona a José
Antonio Martínez Climent, es su talante literario y quizás humano tan parecido
al de Robert Louis Stevenson. Compruebo que nuestro autor es, como Stevenson,
un teller of tales, un contador de cuentos nato, capaz de cautivar a un
corro de polinesios que no entendían el inglés pero apodaron a su ilustre
huesped Tusitala, que en lengua samoana quiere decir precisamente eso, cuentacuentos.
O, si eso nos parece poco, rapsoda. Por todo ello me perdonará José Antonio que haga
algo impropio de un andaluz. Le aconsejo que disponga –eso sí, para dentro de
medio siglo- su epitafio, calcado del que redactó Stevenson y está en su tumba
en Samoa, donde murió en 1894:
Here
he lies where he longed to be
Home
is the sailor, home from sea
And
the hunter home from the hill.
“Aquí yace
donde ansiaba estar
A casa volvió
el navegante, volvió de la mar
Y el cazador
volvió del monte.”
Y mientras tanto le pido que
siga escribiendo sobre otras vidas y embajadas y glorias y miserias de un mundo
donde se van apagando muchas luces, como ocurrió en la noche del 4 de Agosto de
1914, tal como observó desde la terraza de su Foreign Office el propio ministro
británico, Sir Edward Grey. Era un liberal y perdió sus ilusiones al atardecer
de ese día fatídico.
El Marqués de Tamarón.
José Antonio Martínez-Climent
Con reconocimiento al Sr. Vásquez Gaviria por dar razón de nuestros trabajos, queda a su disposición y a la de sus lectores este suyo affmo,
ResponderEliminarJosé A. Martínez Climent
En Alicante.