La piedad de los murciélagos
Tom Stoppard
nos enfrenta en su última obra a la disyuntiva de decidir si los valores
resultan de una operación químico neurológica del cerebro, o si detrás de todo
hay un actuar deliberado.
¿Sabía usted que los murciélagos que salen a cazar en la noche regresan a la gruta con la boca llena de un sangriento alimento para dar de comer a sus congéneres incapaces de valerse por sí mismos? Ahora bien, pregúntese usted, después de enterarse de este hecho objetivo, si semejante conducta de esos roedores volantes, silentes y ciegos podría llamarse “conciencia” o “piedad” y ser, por tanto, algo equivalente a lo que hace, en Las uvas de la ira, de John Steinbeck, ese personaje apodado Rose of Sharon que amamanta con la leche de su hijo (que nació muerto) a un anciano agonizante. Ese es el dilema que se plantea y nos plantea a los espectadores —The Hard Problem— la simpática e inteligente Hilary, el personaje principal de la última pieza de Tom Stoppard que acaba de presentarse en el National Theatre, de Londres.
Tal vez Stoppard,
probablemente el más original y arriesgado de los dramaturgos modernos, sea el
único autor contemporáneo capaz de llevar a un escenario una historia centrada
en una temática que combina la neurobiología, la química, la psicología y la
teología y mantener a los espectadores una hora y tres cuartos inmóviles en sus
butacas, estupefactos y hechizados, mientras, sin comprender nunca cabalmente
del todo lo que ocurre, siguen las peripecias intelectuales y morales que vive
la indócil Hilary, a la vez que prepara su tesis doctoral en el Instituto
Krohl. Está rodeada de científicos descreídos que, como su tutor Spike, se
burlan de su fe y sus oraciones de antes de acostarse, y creen, grosso
modo, que la llamada
conciencia humana no constituye una dimensión espiritual independiente del
cuerpo, sino que es nada más —y nada menos— un producto resultante de los
cruces, descruces, conformaciones y hasta confusiones de los miles de millones
de neuronas que contiene el cerebro humano.
La obra no pretende educarnos al respecto, proponiendo una
solución materialista o idealista a la indagación que desvela las noches
de Hilary, sino, simplemente, luego de presentarnos las razones y pruebas que
esgrimen los partidarios de ambas tesis, nos deja en la encrucijada de decidir
por nuestra cuenta si optamos, como Hilary, por creer que lo humano no se agota
en lo físico sino que consta también de una dimensión que no lo es —alma,
espíritu, conciencia o como quiera llamársele— o, más bien, por alguna de las
sutiles y enrevesadas fórmulas de los sabios o sofistas que sostienen lo
opuesto, es decir, que sólo somos lo que tenemos en el cuerpo. El gran mérito
de la obra de Stoppard es mostrarnos que no hay una respuesta racional y
objetiva para The Hard Problem: que, cualquiera que sea la solución
por la que optemos, ella será siempre, no una fórmula lógica irrefutable, sino
un acto de fe. Como si Dios existe o no existe, si hay otra vida además de
ésta, y si prevalece una religión verdadera entre las que existen o todas son
falsas. Nada de eso se podrá probar nunca científicamente, como creen los
arrogantes investigadores microbiológicos del Instituto Krohl, y, por tanto, el
debate no terminará nunca y seguirá desasosegando a la especie humana por
siempre jamás.
Algunas de las críticas
que ha merecido The Hard Problem se preguntan si no resulta temerario
llevar a escena una problemática tan abstracta y alejada de los conflictos
cotidianos que suelen divertir, intrigar o conmover a los espectadores. Desde
luego que tienen razón. La obra no es nada fácil, exige un gran esfuerzo de
concentración para no extraviarse entre los razonamientos, referencias
científicas o delirantes sofismas que, ataviados con una pretenciosa retórica
académica, llueven sobre la valerosa Hilary. ¿Pero no ha sido siempre igual de
escurridizo y exigente el teatro de Stoppard? Desde que yo vi, en los años
sesenta londinenses, su maravillosa Rosencrantz and Guildenstern Are Dead, hasta la última, Rock’n’Roll, siempre he admirado en él su desprecio
por la facilidad y por las modas, y la insolencia con que ha escrito siempre
las historias que a él le importaban, algunas tan delirantes como las de los
filósofos acróbatas de Jumpers o el anciano arterioesclerótico de Travesties que, entre las legañas de su memoria,
trata de recordar si en aquella Zúrich donde fue empleado del consulado
británico llegó alguna vez a codearse con los tres ilustres exiliados que
coincidieron con él en aquella ciudad: Joyce, Lenin y Tristan Tzara.
Su gran mérito es haber
conseguido que ese teatro de asuntos complejos y difíciles que ha sido siempre
el suyo —¡un teatro de ideas en estos tiempos de frenética frivolidad!— llegara
siempre a conquistar un vasto público, sobornándolo gracias a ese humor suyo,
centroeuropeo a la vez que británico (una herencia de sus ascendientes checos),
en el que hay ironía, sarcasmo, grandilocuencia, delirio y, siempre, una
ternura compasiva para todas las extravagancias y excesos de los bípedos
humanos. En The Hard Problem el humor está mucho menos presente que
en otras piezas suyas y tal vez por eso la obra vence menos fácilmente las
resistencias de un público acostumbrado a ir al teatro sólo a pasar un rato de
esparcimiento y diversión, no a embrollarse el cerebro preguntándose si esto
que vive aquí es la única vida, y él y los suyos son un mero producto de las
casualidades astrales o los hijos de un diseño trascendente, del capricho o la
sabiduría ininteligible de una divinidad arbitraria, lo que indicaría que hay
otra vida, más elusiva y permanente, y mucho más difícil de imaginar que esta
que se le va escapando cada día de las manos.
¿Por qué uno sale de
esta última obra de Stoppard incómodo y hasta angustiado? Los actores son
magníficos, la puesta en escena impecable y lo que ocurre en el escenario
inquietante. Tal vez por esto último. No estamos acostumbrados a que las obras
de teatro —o las novelas— nos inflijan la responsabilidad de tener la última
palabra, de decidir cuál es la conclusión de aquello que acabamos de leer o de
ver representado, y, sobre todo, en el caso de The
Hard Problem,enfrentarnos a la tremenda disyuntiva de decidir si
los valores, la generosidad, la bondad, el amor, la amistad que hay en
nosotros, o la maldad, el egoísmo, la mezquindad, lo rencoroso y perverso que
también nos habita, resultan de una fatídica operación químico neurológica de
nuestro cerebro, o si detrás de todo ello hay lo que los existencialistas
llamaban una elección, un actuar deliberado, decidido por una conciencia no
condicionada biológicamente, que es libre y, por lo mismo, nos hace
responsables de aquello que hacemos o dejamos de hacer.
La noche está fría en
Londres después del teatro, pero no llueve, y es agradable caminar a orillas
del Támesis, viendo las luces y la gente animada de las terrazas, y la multitud
de jóvenes que salen de la cinemateca de un festival de películas escandinavas.
¿Somos, cuando actuamos de una manera noble y desinteresada, idénticos a los
repelentes murciélagos a quienes el instinto de supervivencia de la especie
incita a llevar sangre en la boca a sus congéneres inválidos? ¿O hay, en la Rose
of Sharon, inventada
por John Steinbeck, que da de mamar de sus pechos al anciano hambriento, algo
más que un proceso químico biológico que haría de ella una autómata, un robot
que mima la caridad? Es algo que no se puede averiguar, es algo que tenemos que
decidirlo y actuar en consecuencia. Porque lo que está en juego, en el fondo de
aquel duro problema, no es si Dios existe o no existe, sino si somos libres o
no. Si los miles de millones de neuronas que por lo visto vibran en nuestro
cerebro deciden nuestros afectos y defectos, nuestras virtudes y vicios, no lo
somos; aparentamos una libertad que no tenemos, pues nuestra conducta está
dirigida fatídicamente por aquellos microscópicos organismos que pululan por
nuestro cuerpo. No nos conviene que así sea, aunque lo fuera. La libertad,
aunque parezca que la mimamos, termina por emanciparse a sí misma de toda forma
de conductismo, y, aunque dicho así resulte una cacofonía, practicándola nos
hace libres. ¿La larga historia de la humanidad no es, acaso, una testaruda
lucha por escapar a esos condicionamientos físicos, naturales, en que han
quedado atrapados los animales y de los que los seres humanos hemos ido
liberándonos luego de innumerables aventuras, caídas y levantadas? Como todas
las buenas obras de teatro, The Hard Problem, de Tom Stoppard, empieza de verdad
sólo después de que termina el espectáculo.
FUENTE: EL PAÍS
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