por Eduardo Molina Carrasco (Águilas, Murcia)

Corría el año en que el mundo, confuso y cabizbajo, se apeó en la estación central de una ciudad cualquiera. Un enorme cartel indicaba el número de su andén de parada: veinte-veinte.

Por aquellas fechas las calles no rezumaban multitud ni grandes ruidos y, pese a las máscaras de los transeúntes, el ambiente de carnaval veneciano brillaba por su ausencia. Fue precisamente en esa época, cuando todo sucedió.

Esa noche, los intermitentes de un taxi anunciaron el regreso de los dos vecinos al viejo edificio, en la estrecha calle maragata. Mientras que ella descendía lentamente del vehículo; él, nerviosamente entusiasmado, no dejaba de hacer sordos ademanes a los apagados ventanales de enfrente.

Una vez pertrechados subieron la escalera como dos extravagantes muletas, apoyada una contra otra, sin cuerpo central al que soportar; y el girar de la llave les devolvió al hogar tras varias semanas en el hospital. Ella no pudo resistirse y se dejó caer en el sillón, justo cuando toda la calle comenzó a iluminarse casi al unísono.

Sorprendida, lo miró un instante, cómplice, mientras los ecos de su nombre trepaban desde el exterior. La aludida no pudo evitar sonreír, emergiendo en su rostro una cordial góndola de marfil.

Él la invitó con amable ademán a salir al balcón, donde su uniforme azul de enfermera enloquecía tendido al viento regañón. Campaneaban las ocho. Torpemente se erigió de su reposo y caminó hacia la claridad, quedando latente la muesca trazada por el agotamiento. Estaba tan cansada que agradeció al frío viento, tramoyista improvisado, que la socorriera en la apertura de las cortinas.

Cuando sus cabellos níveos comenzaron a brotar tras el observado telón del cuarto piso, se desató el estruendo. El vecindario, a modo de público enfervorecido, aplaudió rabiosamente a quien sin tregua había velado –y lo seguiría haciendo- por la vida del pasado, el presente y el futuro del barrio. Esperanza, la sanitaria contagiada y en plena reconquista de salud, no pudo más que repetir entre lágrimas “gracias” a las borrosas imágenes que palmeaban gritando su nombre.


FUENTE:                       Sembrando Palabras @recolectandohistorias