Una historia alucinante
Partiendo de su breve
experiencia como creyente, Emmanuel Carrère recrea los orígenes del
cristianismo para destacar la radicalidad de su mensaje y lo inverosímil de su
triunfo.
El escritor francés Emmanuel Carrère (París, 1957).
Estamos habituados a que los autores o los
editores hagan pasar por novelas -el uso de la etiqueta parece que ayuda o al
menos no asusta tanto como la indefinición genérica- libros que sólo forzando
mucho el término podrían pasar por tales, pero quienes como Emmanuel Carrère
han apostado por dejar de lado la ficción literaria no tienen inconveniente en
decir que lo que ellos proponen es otra cosa. Sin abandonar el trasfondo real
que ha nutrido su narrativa desde El
adversario (2000) hasta Limónov(2011), el escritor
parisino plantea en El Reino un híbrido entre el ensayo y la
narración que contiene asimismo, del mismo modo que sus entregas anteriores,
retazos de autoficción o de autobiografía. Su tema, vinculado por Carrère al
episodio de su fugaz conversión y posterior distancia de la fe, es nada menos
que el origen del cristianismo en las décadas posteriores a la muerte -y
resurrección- de Jesús de Nazaret, cuando los todavía escasos discípulos del
Maestro aún no tenían un nombre para definir el nuevo credo ni se habían
separado del todo de la religión del Antiguo Testamento.
La primera parte de El Reino nos muestra al escritor, pasada la
treintena, en un momento de crisis, creativa, de pareja y en última instancia
existencial, del que sale, al menos temporal o aparentemente, cuando se siente
-él mismo lo entrecomilla- "tocado por la gracia". Durante casi tres
años, a comienzos de los noventa, Carrère se convierte en un practicante
estricto de misa diaria, lee y comenta el Evangelio de San Juan y al mismo tiempo
asiste a sesiones regulares de psicoanálisis. Además de su mujer, con la que
decide casarse por la Iglesia, dos personajes secundarios e igualmente
excéntricos, caracterizados pese a las diferencias por la misma vena mística,
destacan en esta primera parte, que se ofrece como una memoria de aquel tiempo
que el narrador había casi olvidado: la madrina Jacqueline, una viuda, católica
ferviente, que antaño tuteló a la madre de Carrère cuando esta perdió a sus
padres y ejerce sobre el hijo un influjo especial, también a la hora de
prevenirlo de las vacilaciones que suceden a la iluminación primera, y una
medio vagabunda a la que contrata para cuidar de los niños, que conoció a
Philip K. Dick -autor del que Carrère escribirá por entonces una biografía, Yo estoy vivo y vosotros estáis
muertos(1993)- y vive instalada en el desvarío. Al final de esta etapa
finalmente infructuosa, anota el diarista: "Te abandono, Señor. Tú no me
abandones".
Toda esta parte funciona como extenso preámbulo al relato propiamente dicho,
contado por un agnóstico -"No, no creo que Jesús haya resucitado. No creo
que un hombre haya vuelto de entre los muertos. Pero que alguien lo crea, y
haberlo creído yo mismo, me intriga, me fascina, me perturba, me
trastorna"- que se acerca a la época fundacional del cristianismo para
narrar, como él mismo dice refiriéndose a los en otro tiempo escandalosos
libros de Renan, una historia alucinante, "el modo en que una pequeña
secta judía, fundada por unos pescadores analfabetos, unida por una creencia
absurda por la cual ninguna persona razonable hubiera dado un sestercio",
ha perdurado "contra toda verosimilitud". Carrère no pretende saber
más que los historiadores, tampoco demasiados, a los que cita, sino recontar lo
que puede rastrearse a partir de fuentes muy cercanas a esa primera época, en
particular el Evangelio de San Lucas, los Hechos de los Apóstoles -atribuidos
al mismo autor- y las Epístolas de San Pablo. Lucas, el médico macedonio, y su
maestro Pablo, antiguo perseguidor devenido en converso, son de hecho los
protagonistas de El Reino,
severo y dogmático el segundo, principal responsable de la apertura a los
gentiles, y más moderado el primero, que lo acompañó en sus continuos viajes a
las primitivas comunidades cuando estas se debatían entre la obediencia a la
Ley mosaica y el nuevo camino de la Vía. Ninguno de los dos conoció a Jesús,
pero ambos contribuyeron de manera decisiva a transformar la oscura figura de
un rebelde despreciado por su propio pueblo y ejecutado de modo infamante, en una
luminaria universal cuyo mensaje, verdaderamente revolucionario, ha marcado la
historia del mundo.
A medio camino entre el reportaje y la quest,
desde una perspectiva respetuosa y a la vez distante, en todo caso nada
académica, sino por momentos bastante desenfadada, la heterodoxa reconstrucción
de Carrère -que interrumpe en ocasiones el relato para dejar constancia de sus
dudas o de los pasajes que se ve obligado a imaginar, pero también, por
ejemplo, para dar noticia de sus conversaciones con el amigo Hervé, compañero
de viajes, o de sus preferencias en materia de pornografía- no teme los
paralelismos anacrónicos y recurre más de una vez a la comparación entre los
pleitos de los galileos, aún no desvinculados de la religión madre, y las
desavenencias de los líderes bolcheviques -Pablo y Santiago, guardián de las
esencias judías, como Trotski y Stalin- o el modo en que se disputan los
adeptos los maestros del yoga. A decir verdad, El Reino es un artefacto de lo más extravagante
que sin embargo funciona, gracias sobre todo a la fuerza de la historia -pero
también a la honradez del narrador- y a la frescura y la inmediatez con la que
se nos cuenta. En cierto sentido, dice Carrère, la radicalidad y el componente
transgresor del cristianismo no han sido superados. Tal vez radique en ello,
más que en la fortaleza de la Iglesia, el secreto de su pervivencia.
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