Los pecados de otras generaciones
Ian McEwan le da
la palabra a un feto antes de nacer en un thriller que se mezcla con metafísica.
McEwan es uno de esos ingleses que ha quedado pasmado ante la
decisión popular de que el país abandone la Unión Europea. No acepta el hecho
de que la voluntad de una generación pueda cambiarle tanto la vida a las que
están por venir. Y tampoco que nadie pueda hacer nada al respecto.
De ese sentimiento de impotencia, de esa sensación de que el mundo
se ha vuelto loco y que nada se puede hacer, nace esta novela audaz y muy bien escrita, Cáscara de
nuez, que le da la palabra a un feto a punto de nacer que ve, sin poder
evitarlo, como su madre planifica la muerte de su padre, con la ayuda de su
amante.
Darle la palabra a un nonato no es para cualquiera, y que McEwan
salga victorioso de la prueba no deja de ser una proeza. A las pocas páginas,
el lector ya acepta al inusual narrador, testigo privilegiado de un crimen en
progreso, que cuenta los hechos al mismo tiempo que reflexiona sobre los
mismos, su destino personal y el del mundo.
La novela, que también es un homenaje explícito al Hamlet de
Shakespeare, plantea un montón de temas que van más allá del punto de partida.
Uno de los más importantes es la singular relación del hijo con su madre, mucho
más cercana por razones biológicas a la que tiene con su padre. A veces la
odia, a veces la perdona, pero nunca puede dejar de amarla aunque la sepa vil,
mentirosa y cruel.
McEwan se la juega en cada página de esta novela como en sus
mejores épocas. Es capaz de describir con gran sentido del humor el sexo entre
su madre y el amante, y su incómoda situación al tener al culpable de todo tan
cerca de su hogar. O puede establecer un símil genial entre su medio acuoso y
sangriento, y las manos de su madre, teñidas también de rojo y de culpa.
Es soberbio cuando la madre toma alcohol y la
embriaguez los afecta a los dos. Los sólidos puntos de vista del bebé se
tambalean, como también la voluntad asesina de Trudy, que recuerda algunos
buenos momentos con su marido y duda del macabro plan.
Darle la palabra a un nonato no es para cualquiera, y salir
victorioso de la prueba no deja de ser una proeza.
Si McEwan acierta de lleno cuando narra desde la perspectiva del
feto las acciones de los demás y sus pensamientos propios sobre el asunto,
resulta más previsible cuando critica al mundo moderno con palabras
innecesarias sobre geopolítica, ecología y sociedad. Pero son apenas unas
páginas dentro de una novela muy original, una verdadera pirueta literaria de
sorprendente eficacia, muy entretenida de leer.
Tras el crimen vienen los remordimientos y la imposibilidad de ser
feliz a pesar del éxito. Y, en paralelo, un intento de suicidio por parte del
hijo, que sabe que falta poco para salir de su prisión, quizás para ir a caer a
otra, si su madre es descubierta por la policía.
También hay que destacar el retrato del tío, un mediocre vendedor
inmobiliario que odia a su hermano sin motivo aparente (quizás lo detesta
porque es poeta y editor) que, tras robarle a la mujer, va a por la herencia
sin ningún escrúpulo.
De lo mejor del libro es la reflexión sobre los misterios del alma
y el corazón que McEwan plantea al hablar de la relación entre dos amantes muy
desparejos. Nunca se llega a entender del todo la unión de los conspiradores,
que aparentemente se basa en la pasión sexual, pero donde tampoco hay empatía y
solo existe codicia por el otro.
No es común que un autor consagrado decida dejar su zona de
confort y arriesgarse con una novela como Cáscara de nuez. Aplausos, entonces,
para McEwan, que salta al vacío sin red y logra salir airoso.
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