Miguel Hernández, para la libertad
Hace 75 años murió en una prisión franquista el gran poeta de la Guerra Civil Española. La fuerza
de sus versos pervive.
Quedan pocos registros de la voz de Miguel Hernández,
que suena un tanto monótona en una grabación. Sin embargo, los que lo vieron
leyendo en vivo sus poemas “de guerra” cuentan que la emoción era
sobrecogedora.
Durante el verano triste de 1939,
Josefina Manresa le envió una carta a su marido, quien se hallaba confinado en
la cárcel madrileña de Torrijos. Una carta más. Una de cientos. En ella
Josefina le contaba cómo se vivía en el pueblo el fin de la guerra —sobre todo
siendo la mujer, casi la viuda de uno que peleó con fervor en el bando de los
vencidos— y, lo más apremiante, las urgencias que padecía para alimentar a su
hijo Manuel Miguel, nacido en enero de ese año. Solo tenían pan y cebollas para
comer.
Es
difícil imaginar, tratar de medir el dolor del marido, el del padre. Un dolor
de rabia y pena por estar alejado de los suyos, por no poder hacer nada para
paliar sus carencias. Porque recordaba la cara de su primogénito, Manuel Ramón,
quien muriera desnutrido con apenas diez meses, tres antes del nacimiento de su
hermanito. Aquella vez el padre, que era poeta, destiló la tragedia escribiendo
el que quizá sea su poema más hermoso, 120 versos dedicados al niño y a
Josefina, divididos en 24 estrofas divididas en tres partes. Se llama “Hijo de
la luz y de la sombra”.
El prisionero, que redactaba cartas y
poesías en trozos de cartón, en el reverso de hojas usadas incluso y muchas
veces en papel higiénico, respondió el 12 de setiembre: “El olor de la cebolla
que comes me llega hasta aquí, y mi niño se sentirá indignado de mamar y sacar
su zumo en vez de leche. Para que lo consueles te mando estas coplillas que le
he hecho, ya que para mí no hay otro quehacer que escribiros a vosotros o
desesperarme. Prefiero lo primero”. Estas “coplillas”, que serán luego
conocidas como “Las nanas de la cebolla”, integradas a la carta con letra
apurada, dicen cosas como
La
cebolla es escarcha
cerrada y pobre.
Escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla,
hielo negro y escarcha
grande y redonda. […] Tu risa me hace libre,
me pone alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea.
cerrada y pobre.
Escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla,
hielo negro y escarcha
grande y redonda. […] Tu risa me hace libre,
me pone alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea.
No
verá nunca publicados estos ni ningún otro poema que escriba en prisión.
Póstumamente, el conjunto se llamará “Cancionero y romancero de ausencias”.
Tampoco verá casi a su compañera y a su hijo, apenas cuando lo transfieran a
una cárcel de Alicante, cerca de su pueblo.
La historia de Miguel Hernández es compleja y ardua, jodida,
intensísima, como el tiempo que le tocó, como la realidad más allá de la poesía,
como la Guerra Civil. Parafraseando otros versos, llegó con tres heridas: la de
la vida, la del amor y la de la muerte.
LA
HERIDA DE LA VIDA
Contaba Vicente Aleixandre que cuando
publicó “La destrucción o el amor”, Miguel
Hernández, que era pobrísimo, le escribió pidiéndole un
ejemplar de regalo. Y que al final de la misiva, bajo su firma, puso “Pastor de
Orihuela”.
Orihuela, en el Levante valenciano, es
hoy una ciudad pujante y cosmopolita que cuenta con casi cien mil residentes,
pero que cuando nació Miguel
Hernández Gilabert,
el 30 de octubre de 1910, era, como la mayoría de pueblos españoles de esa
época, poco más que una villa feudal. Hernández fue el tercer hijo de un
matrimonio formado por una mujer enfermiza y un tipo basto y brutal que criaba
cabras. La pasó difícil desde pequeño: como sus hermanos apenas pisaron la
escuela, su padre, en una estúpida forma de justicia, solo le permitió dos años
de estudios, pese a que el chico fue becado por los jesuitas vistas su
innegable inteligencia y capacidades. Fascinado por las palabras, se volvió
autodidacta, y leyó y estudió con fruición mucha poesía, sobre todo el Siglo de
Oro, en especial a Góngora.
Elvio Romero, su más devoto exégeta,
da por hecho que Hernández comenzó a escuchar su propia voz misteriosa durante
los largos días en el campo, arreando el ganado. Y es muy posible, hay una
marca silvestre, casi salvaje en la vida y los trabajos del poeta. Esas
ensoñaciones entre la dehesa y las orillas del Segura, además de la necesidad
de amplitud para ensanchar el corazón, el espíritu andariego y la pasión por la
naturaleza —su amigo Pablo Neruda recordaría décadas después que Hernández le
contaba que se echaba en el pasto para oír la tierra, que pegaba la oreja a las
ubres de las vacas para sentir la circulación de la leche—, le metieron pronto
en el cuerpo la vocación y una actitud disconforme ante la vida y las
injusticias. Ello porque su padre, asqueado de las veleidades poéticas del
muchacho, comenzó a darle tundas por descuidar a las cabras. Eso primero. Luego
lo golpeaba por quítame esta paja, en la cabeza, tanto que según Elvio Romero
le dejó una secuela de cefaleas y nerviosismo que lo acompañó hasta el fin.
Dicho sea de paso, Miguel
Hernández sufrió hipertiroidismo (de ahí su
mirada saltona).
Animado tras ganar un concurso en su
pueblo —el único galardón de toda su vida—, con 21 años viajó por primera vez a
Madrid el último día de 1931, ocho meses después de declarada la Segunda
República. Tenía el sueño de vivir de la poesía. Ahí conoció a Rafael Alberti y
se acercó a las fuentes de la Generación del 27, pero lo cierto es que la
ciudad y su ruido y sus luces lo aturullaron. Logró que le publicaran unos
poemas en la revista “Estampa”, donde lo presentaban como “el poeta cabrero”,
un exotismo que no le hacía gracia pero que decidió aprovechar, desesperado por
lograr cierto reconocimiento. Pero las puertas no terminaron de abrírsele como
sí de acabársele el dinero. Durmió en vagones del metro antes de darse por
vencido y, cinco meses después, regresó a Orihuela, gris de frustración.
LA
HERIDA DEL AMOR
Mientras terminaba de darle forma a su
primer poemario, conoció en Murcia a Federico García Lorca, entonces —y acaso
siempre— la encarnación poética de España. Sobre la relación que tuvieron hay
dos versiones opuestas: algunos, como Romero, afirman que fue un encuentro
entrañable; que Lorca, doce años mayor, le ofreció su apoyo, al cual recurrió
Hernández cuando salió el libro y este pasaba sin pena ni gloria entre la
crítica. Otros dicen que el debutante se mostró soberbio y altanero con el
maestro, y que este lo eludió y desdeñó por siempre; que su sola presencia —tan
vehemente— le causaba repelús.
En enero de 1933 salió “Perito en
lunas”, un libro barroco, enigmático: la impronta de Góngora es evidente. Al
poeta, sin embargo, le faltaba una musa, y con todo el vigor romántico de sus
22 años la buscaba. Conoció a Josefina Manresa, una costurera hija de un
guardia civil, pobre y poco instruida como él. La espiaba cuando salía de la
notaría donde trabajaba, no se sabe bien haciendo qué (en su posterior carnet
del Partido Comunista pondrá, de ocupación, mecanógrafo).
La linda Josefina no entendía nada de
poesía, salvo que casarse con un poeta podía resultar un mal negocio. Hernández
no cedió, y comenzaron una larguísima relación epistolar que fue, al final, la
forma como más se conocerían.
En marzo de 1934 regresó a Madrid, con
su libro y con un auto sacramental que había escrito pero que no llegó a ver
montado: no era el mejor momento, se vivía la crisis republicana con el nuevo
gobierno de derecha, que había suspendido todas las reformas logradas hasta
entonces. La intelligentzia bullente estaba en las filas de la izquierda, con
la que Hernández se identificó plenamente. Comenzó a trabajar con el insigne
polígrafo José María de Cossío en la redacción de la biblia de la tauromaquia:
“Los toros”.
Durante los siguientes meses se politizó. Un día lo detuvieron por no llevar
papeles, y fue golpeado y vejado por los guardiaciviles. Liberado, fue directo
a buscar a Rafael Alberti para afiliarse al Partido Comunista.
En ese tiempo iba y volvía a Orihuela,
de los campos a la metrópoli, de los aldeanos a los intelectuales, de Josefina
a… Hernández conoció a la pintora Maruja Mallo, extraordinaria, seductora, una
femme fatale ocho años mayor que le provocó romper con su novia, fríamente, por
carta, en el verano del 35. Y vivieron un romance huracanado que, sin embargo,
pasará, como otros para ella, mientras que nuestro hipersensible personaje
quedará de pena. Intentará repararse con la poeta murciana María Zegarra, pero
no. “¿No cesará este rayo que me habita?”, escribe.
Con el dolor de sus tres mujeres
sumado a la reciente muerte de Ramón Sijé — anagrama de José Marín, su
brillante “amigo del alma” al que le dedicó su “Elegía”—, ensambló su segundo
poemario, “El rayo que no cesa”. Madrid ardía a inicios de 1936, el poeta
desolado sintió que no tenía más que hacer ahí, que necesitaba volver a su
raíz, a la vida serena. A Josefina. Pese al inmediato éxito del libro, regresó
a Orihuela.
LA
HERIDA DE LA MUERTE
El 17 de julio de 1936 Francisco
Franco se sublevó en Melilla, dando inicio a la Guerra Civil, y un mes después
Lorca fue asesinado en Granada. Al tiempo, una pandilla franquista mató al
padre de Francisca y Miguel Hernández, desesperado de sentirse inútil, volvió a
la capital y se alistó en el 5º Regimiento Republicano. Pronto fue nombrado
comisario político, aun sabiendo que si perdían la guerra, estaría condenado a
muerte.
Al cabo de unos meses lo trasladaron a
la 10ª Brigada (el famoso “Batallón del Talento”), que era donde iban a parar
los intelectuales. Hernández trabajó con la pasión que le ponía a todo en
actividades de propaganda y dirigiendo un periódico divulgativo. Mientras ello
ocurría, no dejaba de escribir, poesía pero también teatro, obsesionado con la
idea de que era posible un arte urgente, comprometido y verdadero a la
vez.
En marzo de 1937, sin embargo, dejó
todo de lado, y fue a su pueblo a casarse con Josefina Manresa. Él tenía 26
años, ella acaba de cumplir 22. Después de la boda partieron a Jaén, donde el
poeta-comisario había sido destacado. Y ahí Miguel y Josefina vivieron juntos
por cuatro semanas, el período más largo que compartirían. Ella tuvo que
regresar a su pueblo, pues su madre se moría. Cuando ello sucedió, vino
acompañado de la noticia de que esperaban a su primer hijo. De esa época es
“Canción del esposo soldado”.
En el verano de ese año publicó
“Vientos del pueblo (Poesía en la guerra)”, con sus versos más comprometidos, y
conoció a César Vallejo en un congreso. Luego, ya siendo un poeta famoso —pero
en la coyuntura más infeliz— viajó a Moscú, de donde volvió extenuado y
enfermo. Pero no se daba tregua, y después de una breve visita a su mujer
embarazada, partió otra vez a la batalla. En los meses siguientes luchó en los
frentes de Teruel, Andalucía y Extremadura. En octubre de 1938, sin embargo, estuvo
presente al momento de morir su hijo. Desolado y devoto, le escribió a Josefina
el simple, bellísimo “Menos tu vientre”.
El último libro que editó en vida, “El
hombre acecha”, fue secuestrado por el franquismo antes de salir de la
imprenta, a inicios de 1939, y tuvieron que pasar 42 años para que viera la
luz. Con el fin de la guerra y la derrota republicana, Neruda le ofreció asilo
en la Embajada de Chile, pero Hernández declinó. Sin embargo, sabiendo que su
vida corría verdadero peligro y preocupado por su familia, decidió fugar a
Portugal. Como no tenía dinero, tuvo que vender el reloj que le había regalado
en su matrimonio Vicente Aleixandre. La policía de Salazar, el dictador
portugués, lo tomó por un pillo y lo mandó de vuelta a Madrid.
Fue condenado a muerte. Sus amigos
influyentes intercedieron por él ante el ministro Sánchez Mazas (muy recordado
por quienes leyeron “Soldados de Salamina”, de Javier Cercas). Franco habría
dicho: “No, otro Lorca no”, aludiendo que los republicanos no necesitaban otro
mártir. La condena fue trocada por 30 años de reclusión, que no cumplió.
***
En 1972, el cantautor catalán Joan Manuel Serrat publicó el primero de los dos
discos que le dedicaría a Hernández, el mismo que significó una ampliación del
reconocimiento del poeta, sobre todo en Latinoamérica. Muchos recuerdan hoy con
emoción su adaptación de la segunda parte de “El herido”, de “El hombre
acecha”, rebautizado por Serrat “Para la libertad”:
Porque
donde unas cuencas vacías amanezcan,
ella pondrá dos piedras de futura mirada
y hará que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan
en la carne talada.
Retoñarán aladas de savia sin otoño,
reliquias de mi cuerpo que pierdo en cada herida.
Porque soy como el árbol talado que retoño:
porque aún tengo la vida.
ella pondrá dos piedras de futura mirada
y hará que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan
en la carne talada.
Retoñarán aladas de savia sin otoño,
reliquias de mi cuerpo que pierdo en cada herida.
Porque soy como el árbol talado que retoño:
porque aún tengo la vida.
Miguel Hernández murió en la cárcel de
Alicante el 28 de marzo de 1942, víctima de tuberculosis. Tenía 31 años. Nadie
pudo cerrárselos, así que lo enterraron con los ojos azules y abiertos.
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