Joaquín Marco: el poeta en su
plenitud
El profesor y crítico, 80 años, ha dedicado
su vida a buscar en las letras de Hispanoamérica a los grandes escritores
De izquierda a derecha, los poetas Les Murray, Lesego Rampolokeng, Ana Blandiana, José Mª Álvarez, Joaquín Marco , con paraguas, e Inger Christensan. / JOAN GUERRERO
Aunque en enero de 1963
todavía está en obras la sucursal de Fondo de Cultura Económica (FCE), Javier
Pradera ha empezado ya a maquinar a favor de la nueva resistencia intelectual,
y se lo cuenta de inmediato al director del FCE en México, Arnaldo Orfila: le
propone libros de Ramón Tamames y Manuel Sacristán, para empezar, pero
también necesitan algo que escape a la doctrina económica y marxista, por
ejemplo, “una literatura hoy prácticamente desconocida en España”, la
literatura sudamericana, como la llama, y en particular la novela mexicana. No
cuenta con demasiados aliados y casi nadie ha podido leer todavía en España ni Pedro
Páramo de Juan Rulfo ni La
muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes. Pero ambas novelas están en el
catálogo de FCE. Los aliados son escasos, sí, pero son buenos y están todos en
Seix Barral, junto a José María Castellet, Carlos Barral “y otros compañeros”.
Uno de ellos es Joaquín Marco, entonces con 28 años, y ya
lleva encima alguna tralla. A Joaquín le asoma por entonces una primera
melancolía porque nada ha sido fácil hasta ese año, cuando ha pasado ya por la
cárcel por su militancia comunista pero ha logrado también orearse en
Inglaterra, como hicieron algunos otros amigos, y algunos de los mejores. Me
acuerdo de Sergio Beser porque estuvo con Joaquín toda su vida, aunque no
llegase a los ochenta años que hoy tiene Joaquín y aunque la poesía fuese
género a distancia, que es todo lo contrario de lo que le pasa a Marco: por eso Manuel Vázquez Montalbán le enseña los primerísimos poemas que
acabarán en Una educación sentimental.
En Joaquín Marco sigue franca una risa que se dispara poco, pero se dispara,
aunque no llegue ya a su poesía porque en ella casi siempre ha sonreído poco.
En el verso ha preferido sondear las galerías de lo incompleto e incumplido,
quizá también el desengaño ante las ilusiones turbias de lo fugaz.
Uno de sus retratos de
principios de los setenta lo atrapa con los ojos muy abiertos detrás de unas
gafas de pasta negra inmensas, y una mezcla delatora de risa y espanto, como si
todo lo que ve estuviese a medio camino de la plenitud y de la carencia. Pero a
menudo más cerca de la plenitud que de la carencia: él iba a ser uno de los que
pondrían en circulación la literatura hispanoamericana en España, aunque a la
altura de 1963 nadie supiese nada de ella. Pero el mundo cambiaba, y también
cambiaba España, y cambiaba tanto que a Barcelona llegaban desde mediados de
los años sesenta, o incluso antes, Mario Vargas Llosa, escritores larguísimos
de estatura, ideología y humor como Julio Cortázar —por eso hizo a Joaquín
cronopio en una carta memorable—, o achaparrados y listísimos como García
Márquez, con dos cosas bajo el brazo: el mazo de folios con una gran novela
dentro, Cien años de soledad, que pasaría en seguida a las manos de
Marco, y la piel de un bicho exótico que seguiría en las manos del escritor
colombiano.
Una y otra vez aquel
crítico y profesor escogía las novelas de un puñado de autores que escribían en
español fuera de las fronteras españolas y por eso, cuando ya no era joven pero
sí batallador, acertó de pleno con el título de un libro que contaba lo que
había pasado aquí con la literatura hispanoamericana entre los años sesenta y
setenta. La llegada de los bárbaros había condenado en muy poco tiempo al
pasado irrecuperable a tres cuartos de la novela española del momento y
desarbolaba de golpe las virginales virtudes indígenas. Los bárbaros habían
subvertido el orden ético y estético para arrastrar tras ellos a una ingente
cantidad de lectores que iban a cambiar para siempre la narrativa española.
Desde las páginas de
Destino y desde La Vanguardia, desde la universidad y en la dirección
de los libros RTVE Salvat, Marco ya no dejaría de alentar esa nueva literatura
mientras dejaba contagiar sus versos de algunas de aquellas voces —las de
Nicanor Parra, las de Juan Gelman, las de Nicolás Guillén— y a la vez
estimulaba la aparición de una modesta y crucial colección de poesía, Ocnos,
que reunió a otros tantos amigos a finales de los sesenta: José Agustín
Goytisolo, Manuel Vázquez Montalbán, Lluís Izquierdo, Pere Gimferrer. Ninguno
de ellos desatendió la subversión que traían un puñado elástico y creciente de
novelistas y poetas latinoamericanos. Alguno de los libros de Ocnos era suyo,
pero la poesía se ha ido espaciando y comprimiendo en algunos espléndidos
poemas de El muro de Berlín, como una larga Oda
a Barcelona, o muy breves, como los de Variaciones
sobre un mismo paisaje.
Pero no ha dejado de
leer ni de escribir sobre las letras hispanoamericanas en la prensa como
crítico peregrino en una ruta que arrancó hace medio siglo y ha disfrutado
después de escritores muy queridos como Alfredo Bryce Echenique, Augusto
Monterroso o Roberto Bolaño, o críticos que fueron a la vez amigos para toda la
vida como Julio Ortega o Laureano Bonet, o poetas que no han dejado la poesía
ni la poesía les ha dejado a ellos, como Joan Margarit o Luis García Montero. Muchos
están todavía ahí, como está Javier Cercas, porque Joaquín Marco presidió hace
veintitantos años el tribunal de su tesis doctoral sobre un enigmático Gonzalo
Suárez que resultaba ser el padre de la literatura pop o quizá de la pura
posmodernidad en España. Todavía están ahí porque aunque a Joaquín Marco ya no
le gusten las gafas inmensas de pasta negra, se le escapa más de lo que
reconoce la desatada franqueza de la risa.
Jordi Gracia, ensayista especializado en los intelectuales españoles del siglo
XX.
FUENTE: EL PAÍS
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