La especie inadvertida
Gigamesh recupera el 'Picnic
extraterrestre' de los hermanos Strugatski, la novela que inspiró a Tarkovski
para 'Stalker', en una nueva traducción del ruso.
'Stalker' (Andrei Tarkovski, 1979), adaptación de 'Picnic
extraterrestre'.
Venía siendo casi una
exigencia por los amantes de la ciencia-ficción en España la puesta en
circulación de una nueva edición de Picnic
a la vera del camino, la novela que Arkadi (Batumi, Georgia, 1925 - Moscú,
1991) y Boris (Leningrado, 1931 - San Petersburgo, 2012) Strugatski alumbraron
en 1972 y que inspiró al cineasta Andrei Tarkovksi para su Stalker (1979), adaptación que, a pesar de
las más que sensibles licencias respecto al relato, contó con los mismos
hermanos rusos para la escritura del guión. Y ha sido el sello barcelonés
Gigamesh el que finalmente se ha dado por aludido, lo que por otra parte
resultaba previsible después de haber hecho lo propio con Destinos truncados (2003), Ciudad maldita (2004) y Qué difícil es ser dios (2011), verdadera obra mayor de los
Strugatski, llevada también al cine por Alexei German en su monumental
testamento fílmico de 2013. El Picnic en cuestión sólo había conocido hasta
ahora dos versiones en castellano: la canónica de 1978 publicada por Emecé en
Buenos Aires y titulada ya Picnic
extraterrestre, y la que lanzó Ediciones B en 2001 con el título, más fiel
al original, Picnic junto al
camino. Gigamesh ha optado por la fórmula Stalker.
Picnic extraterrestre, con un claro guiño a los amantes de la película, por
más que, en realidad, y a pesar de las conexiones evidentes, ambos materiales
presenten ópticas y alcances bien distintos. Lo mejor de esta nueva edición es
la fiel traducción del ruso de Raquel Marqués, y lo es en dos sentidos:
primero, en lo relativo al ritmo narrativo, fluido y directo, que en ocasiones
se resuelve a una velocidad endiablada; y el segundo, más importante, en virtud
de la evidencia de que Picnic es, ante todo, y sobre todo, una
novela sustentada en el lenguaje empleado por sus protagonistas, que revela
mucho más que el significado inmediato de los términos. En su lenguaje sucio,
violento, impetuoso y urgente, como si todos los personajes supieran que de un
momento a otro van a terminar fritos en una valla electrificada, se esconde una
radiografía certera de la Unión Soviética, un territorio que convierte a sus
súbditos en perros acorralados e ignorantes, invadidos por el miedo y sujetos a
una presión que sólo sabe resolverse en agresión. Por fin, y con justicia, Picnic suena exactamente a esta jauría en
español.
Todo el mundo conoce el argumento de este Picnic:
en un país no nombrado que podría ser Canadá, una civilización extraterrestre
ha dejado restos de su paso por diversas áreas ahora fuertemente vigiladas y
llamadas zonas. Nadie vio
a estos remotos visitantes que no quisieron comunicarse con los seres humanos
ni emitieron mensaje alguno: en las zonas donde estuvieron los alienígenas han
quedado extraños objetos de una tecnología desconocida y extraordinariamente
avanzada, cuya utilidad es imposible discernir, como si dejásemos un Iphoneen manos de un
neandertal. Tal y como explica el doctor Pillman, científico reconocido con el
Premio Nobel a quien Tarkovski deja un papel testimonial en su película pero
que en la novela cobra un protagonismo esencial, el caso puede compararse con
una familia que, de paseo por un camino, decide detenerse junto al mismo para
hacer un picnic antes de continuar: los restos de comida, bolsas, envoltorios y
demás enseres que quedan tras su marcha son los objetos que los extraterrestes
dejaron sin más en la Tierra. Algunos años después del suceso, los stalkers(acechadores) se
introducen furtivamente en las zonas para, bajo sueldo, extraer artilugios
o inspeccionar lugares aún más extraños, como la habitación donde, según
cuentan varias leyendas, cierta presencia concede a quien accede a ella sus más
íntimos deseos. Casi siempre son particulares los que pagan a los stalkers, aunque a veces
también lo hace, en secreto, el laboratorio encargado de estudiar el fenómeno.
Se dan en la novela las claves que apunta con acierto en el prólogo Ursula K.
Le Guin: ante todo,Picnic es
una obra que permitió a los Strugatski escribir sobre el aislamiento de la URSS
sin mencionar explícitamente el asunto (y sin embargo, tal y como revela el
jugoso epílogo de Boris Strugatski, los autores sufrieron una dolorosa odisea
hasta que al fin pudieron publicar la novela), una lectura que explotó Tarkovski
hasta dejar el contexto de ciencia-ficción (por el que nunca mostró mucho
interés) en lo justo. Pero también ahonda Picnic en lo que Stanislaw Lem había
llamado "mito del universalismo cognitivo" a raíz de Solaris: el contacto con
civilizaciones extraterrestres forma parte de la utopía más idealista del siglo
XX, alimentada por autores como Arthur C. Clarke; pero, ¿quién nos dice que el
ser humano está intelectual y cerebralmente dotado para comunicarse con otras inteligencias?
En Picnic cunde cierta desolación: los
extraterrestres han venido y no han mostrado interés en nosotros. Se fueron de
aquí sin decirnos nada. La humana se alza así como una especie voluntariamente
inadvertida. Especialmente brillante es el momento en el que el doctor Pillman
cita a Kurt Vonnegut, quien en su novela Las
sirenas de Titán vincula la
aparición de la especie humana en la Tierra a un antiquísimo astronauta que, al
quedarse varado en el Sistema Solar, decide hacer germinar en un planeta
cercano y favorable una entidad biológica lo suficientemente inteligente como
para crear el repuesto que necesita su nave, una solución más eficaz y barata
que aguardar a que alguien de los suyos acuda a rescatarle. Hoy, resulta más
apropiada la lectura de Picnic como parábola sobre la libertad y la
elección entre el bien y el mal. Tal y como indica el pensador John Gray en su
ensayo El alma de las
marionetas (Sexto Piso, 2015)
al referirse a Stalker:
"Sólo criaturas tan imperfectas e ignorantes como los seres humanos pueden
ser libres del modo en que son libres los seres humanos". Da igual que
haya o no haya alguien ahí fuera.
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