Fervor y alucinación
Impedimenta continúa su empresa editorial
consagrada a la escritora británica Penelope Fitzgerald con 'La puerta de los
ángeles', un cuento romántico con fantasmas en torno al caos.
Penelope Fitzgerald (1916-2000), una anfitriona esmerada en el
hogar y en la literatura.
En cierta ocasión me contó Luciano González
Egido que la publicación de la primera novela a los 65 convierte al escritor,
cuanto menos, en sospechoso. Penelope Fitzgerald (Lincoln, 1916 - Londres,
2000) publicó su primer libro, una biografía del pintor prerrafaelita Edward
Burne-Jones, a los 58; y su primera novela, The
golden child, a los 61. Durante los veinte años siguientes, eso sí, alumbró
nueve novelas, otras tres biografías y un abundante opus ensayístico. La Fitzgerald
apareció cuando menos se la esperaba: muchos se preguntaron de dónde había
salido aquella señora, antigua instructora de teatro para niños en su casa
flotante del Támesis, cuando La
librería quedó finalista del
Booker Prize en 1978; pero lo que parecía casi una excentricidad por parte del
certamen quedó refrendado ya al año siguiente con la concesión del premio por Offshore. Cuento todo esto
porque creo que en la novelista británica la edad a la que decide empezar a
ejercer como tal sí tiene consecuencias notables en su escritura. Primero en la
limpieza, la claridad del estilo, el equilibrio entre síntesis y minuciosidad como
principios no antagónicos: nuestra Penelope Fitzgerald escribe sin ánimo alguno
de deslumbrar ni de demostrar nada, segura ya de que este ejercicio no tiene
importancia (incluso cuando traslada la acción a la fría Rusia revolucionaria
el lector tiene la sensación de encontrarse en su casa, lo que, por otra parte,
puede llegar a resultar terrorífico). Pero también en la esencia contenida en
sus páginas, breves, servidas sin sobresaltos, sin ruidos ni fuegos
artificiales de por medio, en una ofrenda parecida a la amistad: los personajes
de Fitzgerald son, aunque
no existan. Hamlet, Don
Quijote y el capitán Ahab no disponen de existencia, pero sí de una esencia
humana y rotunda, un don que muy pocos autores han logrado materializar. Lo
mismo podemos decir de la Florence Green de La
librería, y hasta del Novalis de La
flor azul, másser en
cuanto personaje novelesco que a tenor de criterios biográficos. Penelope
Fitzgerald ejerce de testigo: durante sus años de escritura silenciosa ha visto
y, contra el poeta, no ha creído. Ha preferido la sospecha, la misma que
gobierna sus relatos. Después de lanzar La
librería (2010), El inicio de la primavera (2011), Inocencia (2013) y La flor azul (2013), el sello Impedimenta continúa
ahora su empeño editorial consagrado a la autora con La puerta de los ángeles (1990), que de forma paradójica
podríamos considerar obra de
madurez dentro del catálogo
de la Fitzgerald, por cuanto acrisolan aquí con especial eficacia sus
constantes literarias.
La biógrafa de Penelope Fitzgerald, Hermione Lee, escribe en el prólogo incluido en la edición, tras recordar que la misma autora se consideraba a sí misma una outsider: "Las novelas de Fitzgerald nos demuestran que sentía especial predilección por los personajes inestables que viven al margen. Siempre elegía como protagonistas a la gente vulnerable y a los desfavorecidos: niños, mujeres que trataban de abrirse paso por sí mismas, hombres corteses, confusos, fracasados... En definitiva, dividía el mundo entre los exterminadores y los exterminados". Dos de sus bichos raros más memorables se dan cita (o no se la dan en absoluto) en La puerta de los ángeles: él es Fred Fairly, un profesor de ciencias contratado en el St. Angelicus, un más que misterioso collegede Cambridge que sigue la misma norma del Monte Athos en cuanto a admisión: ninguna criatura del género femenino ha accedido a sus dominios durante más de quinientos años. Ella es Daisy Saunders, una jovencita que se sobrepone a los designios que otros habían previsto para ella y que empieza a trabajar como enfermera en el hospital de Blackfriars, una institución rígida y sombría. Él es cándido y apesadumbrado, ella decidida e impetuosa ("Deberías dejar de ver la vida como un campo de batalla. En una batalla sólo se triunfa mediante el engaño y la violencia", le advierte el padre Hagget, uno de los muchos secundarios de lujo que pueblan La puerta de los ángeles). Pero los dos ejercen la desobediencia: Fred forma parte de la Sociedad de los Desobedientes, una organización clandestina que lucha por cambiar las normas del St. Angelicus. Y Daisy desobedece de forma flagrante el reglamento del hospital al divulgar en la prensa la suerte de un paciente. Esta desobediencia, sin embargo, es para ambos una cuestión de supervivencia: el mundo se revela gobernado por un caos exterminador ante el que sólo pueden pasar como exterminados, resignados al fervor y la alucinación, pero La puerta de los ángeles es también una novela sobre la resistencia y el precio a pagar que ésta siempre reclama. Bajo su apariencia de relato romántico de nostalgias victorianas, con sus escenarios fantasmagóricos y decadentes (ojo, lector: aquí hay fantasmas, y ninguno aparece por casualidad. El caos y el azar son órdenes completamente distintos), y hasta un final capaz de dejar con la boca abierta al más pintado, la obra de Fitzgerald explica con maestría, y según había anticipado el padre Hagget, cómo se las gastan los mecanismos de la violencia. Lo que cuenta es revelador. Lo que calla pone los pelos de punta.
La biógrafa de Penelope Fitzgerald, Hermione Lee, escribe en el prólogo incluido en la edición, tras recordar que la misma autora se consideraba a sí misma una outsider: "Las novelas de Fitzgerald nos demuestran que sentía especial predilección por los personajes inestables que viven al margen. Siempre elegía como protagonistas a la gente vulnerable y a los desfavorecidos: niños, mujeres que trataban de abrirse paso por sí mismas, hombres corteses, confusos, fracasados... En definitiva, dividía el mundo entre los exterminadores y los exterminados". Dos de sus bichos raros más memorables se dan cita (o no se la dan en absoluto) en La puerta de los ángeles: él es Fred Fairly, un profesor de ciencias contratado en el St. Angelicus, un más que misterioso collegede Cambridge que sigue la misma norma del Monte Athos en cuanto a admisión: ninguna criatura del género femenino ha accedido a sus dominios durante más de quinientos años. Ella es Daisy Saunders, una jovencita que se sobrepone a los designios que otros habían previsto para ella y que empieza a trabajar como enfermera en el hospital de Blackfriars, una institución rígida y sombría. Él es cándido y apesadumbrado, ella decidida e impetuosa ("Deberías dejar de ver la vida como un campo de batalla. En una batalla sólo se triunfa mediante el engaño y la violencia", le advierte el padre Hagget, uno de los muchos secundarios de lujo que pueblan La puerta de los ángeles). Pero los dos ejercen la desobediencia: Fred forma parte de la Sociedad de los Desobedientes, una organización clandestina que lucha por cambiar las normas del St. Angelicus. Y Daisy desobedece de forma flagrante el reglamento del hospital al divulgar en la prensa la suerte de un paciente. Esta desobediencia, sin embargo, es para ambos una cuestión de supervivencia: el mundo se revela gobernado por un caos exterminador ante el que sólo pueden pasar como exterminados, resignados al fervor y la alucinación, pero La puerta de los ángeles es también una novela sobre la resistencia y el precio a pagar que ésta siempre reclama. Bajo su apariencia de relato romántico de nostalgias victorianas, con sus escenarios fantasmagóricos y decadentes (ojo, lector: aquí hay fantasmas, y ninguno aparece por casualidad. El caos y el azar son órdenes completamente distintos), y hasta un final capaz de dejar con la boca abierta al más pintado, la obra de Fitzgerald explica con maestría, y según había anticipado el padre Hagget, cómo se las gastan los mecanismos de la violencia. Lo que cuenta es revelador. Lo que calla pone los pelos de punta.
FUENTE:
No hay comentarios:
Publicar un comentario