Los ausentes
Construida como las anteriores con mimbres
autobiográficos, 'Selva negra', la última entrega de la narradora y
videoartista Valérie Mréjen, confirma de nuevo la calidad de su escritura.
Valérie Mréjen (París, 1969).
No cabe llamarlos novelas, pero los libros de
Valérie Mréjen cuentan historias y esas historias tienen que ver con la vida de
la autora, en particular con un itinerario familiar o afectivo donde se
proyectan, desde una perspectiva distanciada, muchas experiencias propias.
Traten de un ascendiente (Mi abuelo), de un fracaso sentimental (El
agrio) o del padre (Eau Sauvage), son relatos en los que la autora,
hablando de otros, se retrata a sí misma, pero lo hace de un modo -por eso
funciona, por eso sentimos que nos concierne- que elude la banalidad o el
narcisismo, males contemporáneos en los que incurren hasta los más reputados
cultivadores de la autoficción. La mencionada distancia, desde luego, tiene
mucho que ver con el atractivo de su propuesta, así como su capacidad para
aunar ternura y sarcasmo o una inteligencia analítica que recrea las emociones
sin hacer otra cosa -nada menos- que mostrarlas, rehuyendo las enfadosas
ampliaciones discursivas. Tras los títulos citados, Selva Negra completa el cuadro familiar al abordar
la figura de la madre, pero su contenido no se limita a ella y por otra parte
la intención -los editores informan de que el título alude a un famoso bosque
japonés habitado por fantasmas, convertido por el escritor Seicho Matsumoto en
escenario de su novela homónima- trasciende lo particular en mayor medida que
hasta ahora.
Desde el comienzo, Mréjen desgrana un rosario de muertes, suicidios y accidentes de consecuencias trágicas, de personas cercanas o conocidas o de las que la autora tuvo noticia a través de otros, incluida la propia madre a la que perdió cuando era adolescente -el 31 de diciembre de 1985- y con la que tenía, nos dice, una relación difícil: "Desde hace años, cada una de ellas ha visto representada en la mirada de la otra: una mala madre hacia la que se guardan demasiados reproches para que aún tengan cabida los buenos sentimientos, una hija censurada por tener tantos defectos que haría bien en autoflagelarse". La narradora evoca distintos momentos de esa relación y plantea, un cuarto de siglo después de la pérdida, un imposible reencuentro con la madre -fallecida a una edad que la hija ya ha superado- en el que ambas pasean por una ciudad que ya no es exactamente la misma, donde aquella se sentiría "extranjera". Las diferencias entre las dos se reflejan con frialdad, pero la niña que pasó de la admiración a la angustia por sentirse una carga muestra asimismo, pasados los años, una suerte de comprensión retrospectiva. La culpabilidad, inducida por los reproches y las expectativas insatisfechas, ha dejado paso a un sentimiento de liberación.
Las muertes de las que nos habla Mréjen apuntan a lo precario o azaroso de la existencia -"el temor a ser partidos por un rayo en cualquier instante"- y son descritas en apenas unos trazos, a la vez borrosos y muy precisos, que se alternan con los pasajes dedicados a la madre o a sus recuerdos de ella, como partes inconexas de un relato fragmentario -escenas o flashes breves o muy breves- cuyo tema de fondo es la presencia de los ausentes, que según sus palabras pueblan con su rastro la vida cotidiana: "Aparecían de forma arbitraria, según un calendario caprichoso, por un pensamiento azaroso o un oscuro meandro, salían a la superficie después de algunos años o permanecían, por el contrario, presentes desde siempre en el pensamiento". La mezcla de ligereza, comicidad y melancolía que caracteriza la narrativa de Mréjen se inclina aquí del lado de la última, pero lo sombrío del asunto no se traduce en una aproximación patética ni busca producir un efecto desolador. Antes bien, la intensidad y la carga emotiva de su prosa, que sin dejar de ser minimalista apuesta en Selva negra por una mayor complejidad sintáctica, provienen de la economía, del uso de la elipsis y de la atención a los detalles que han distinguido desde el principio su forma de hacer literatura. No es un intimismo reconcentrado lo que practica Mréjen, por lo que dice y por la manera en que lo hace, muy visual pero nada complaciente, al contrario de lo que es habitual en autores igualmente influidos por la técnica cinematográfica. Reflexionar sobre lo vivido está al alcance de cualquiera, lo difícil es contarlo de una forma que interese y conmueva.
Desde el comienzo, Mréjen desgrana un rosario de muertes, suicidios y accidentes de consecuencias trágicas, de personas cercanas o conocidas o de las que la autora tuvo noticia a través de otros, incluida la propia madre a la que perdió cuando era adolescente -el 31 de diciembre de 1985- y con la que tenía, nos dice, una relación difícil: "Desde hace años, cada una de ellas ha visto representada en la mirada de la otra: una mala madre hacia la que se guardan demasiados reproches para que aún tengan cabida los buenos sentimientos, una hija censurada por tener tantos defectos que haría bien en autoflagelarse". La narradora evoca distintos momentos de esa relación y plantea, un cuarto de siglo después de la pérdida, un imposible reencuentro con la madre -fallecida a una edad que la hija ya ha superado- en el que ambas pasean por una ciudad que ya no es exactamente la misma, donde aquella se sentiría "extranjera". Las diferencias entre las dos se reflejan con frialdad, pero la niña que pasó de la admiración a la angustia por sentirse una carga muestra asimismo, pasados los años, una suerte de comprensión retrospectiva. La culpabilidad, inducida por los reproches y las expectativas insatisfechas, ha dejado paso a un sentimiento de liberación.
Las muertes de las que nos habla Mréjen apuntan a lo precario o azaroso de la existencia -"el temor a ser partidos por un rayo en cualquier instante"- y son descritas en apenas unos trazos, a la vez borrosos y muy precisos, que se alternan con los pasajes dedicados a la madre o a sus recuerdos de ella, como partes inconexas de un relato fragmentario -escenas o flashes breves o muy breves- cuyo tema de fondo es la presencia de los ausentes, que según sus palabras pueblan con su rastro la vida cotidiana: "Aparecían de forma arbitraria, según un calendario caprichoso, por un pensamiento azaroso o un oscuro meandro, salían a la superficie después de algunos años o permanecían, por el contrario, presentes desde siempre en el pensamiento". La mezcla de ligereza, comicidad y melancolía que caracteriza la narrativa de Mréjen se inclina aquí del lado de la última, pero lo sombrío del asunto no se traduce en una aproximación patética ni busca producir un efecto desolador. Antes bien, la intensidad y la carga emotiva de su prosa, que sin dejar de ser minimalista apuesta en Selva negra por una mayor complejidad sintáctica, provienen de la economía, del uso de la elipsis y de la atención a los detalles que han distinguido desde el principio su forma de hacer literatura. No es un intimismo reconcentrado lo que practica Mréjen, por lo que dice y por la manera en que lo hace, muy visual pero nada complaciente, al contrario de lo que es habitual en autores igualmente influidos por la técnica cinematográfica. Reflexionar sobre lo vivido está al alcance de cualquiera, lo difícil es contarlo de una forma que interese y conmueva.
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