Vamos a morir y estaremos solos. 30
años de “La soledad de los moribundos”
El progreso ha reprimido la expresión de los
sentimientos, ha separado a los enfermos y a los agónicos, como una manera de
ausentar o alejar los pensamientos sobre la muerte. De ello habla el breve e
inquietante libro de Norbert Elias, publicado en 1985
Una fantasía recurrente habita en las expectativas del hombre
moderno respecto a su propia muerte: que esta ocurrirá indolora, silenciosa y
suave, acostado en una cama confortable. Adheridos a esta fantasía, evitamos
pensar en ese momento. Pero no siempre es posible refugiarse en la fantasía. En
el fondo, intuimos que llegado el momento, abandonados a la partida, estaremos
solos, en estado de soledad insuperable, mientras en alguna parte nuestros
seres queridos, sobrecogidos por el dolor y la vergüenza, no atinarán cómo
acercarse para expresar sus sentimientos de amor. No sabrán qué hacer ni qué
decir.
Nuestra moderna parálisis frente al que muere, nuestra mudez y
embarazo, oculta el profundo rechazo que sentimos los vivos y los sanos a
identificarnos con los moribundos: ellos nos susurran el recuerdo de nuestra
inevitable finitud, por lo que ayudados por los modernos hospitales, las
morgues, las funerarias y los cementerios organizados, hemos separado a los
seniles, a los enfermos y a los agónicos, como una manera de reprimir y
ausentar cada vez en mayor medida, los pensamientos sobre la muerte.
Siempre hemos temido a la muerte. Mejor dicho: siempre
hemos temido al conocimiento de que vamos a morir y no al acto mismo de morir.
A lo largo de su vastísimo transcurrir el hombre se ha defendido produciendo
una recurrente mitología de su final: hay un más allá, un cielo, un Paraíso,
una promesa eterna, alguna forma de vida eterna, donde los hombres estaremos
siempre reunidos. De hecho, el progreso ha sido, entre otras cosas, un notorio
esfuerzo de incontables generaciones por alejar la muerte: los estados se han
pacificado internamente (controlan el monopolio de la violencia física), la
ciencia y la productividad organizada han disminuido las hambrunas, la medicina
ha hecho espectaculares avances y no hay una sociedad que no conozca unas
mínimas y comunes medidas higiénicas. Vivimos más seguros pero igualmente
temerosos.
Quizás esto explica el que, en lo más profundo de nuestra
modernidad, no haya podido ser desterrado aún el estigma de percibir la muerte
como un castigo a las malas acciones, un castigo designado por un Dios, figura
paterna exenta de pecados. Insólita paradoja entonces: tememos la muerte, la
hemos alejado con las nociones que ha producido el esfuerzo por el progreso,
vivimos más seguros, soñamos con una muerte lo más parecida a un indoloroso
languidecer, pero la robustez de nuestra conciencia frente al derecho a la vida
de los otros ha demostrado ser toda una falacia: ¿acaso el Holocausto, las dos
grandes guerras del siglo XX, Hiroshima y Nagasaki, no bastan para demostrarlo?
La reflexión sobre la muerte, como parte de un tránsito biológico
y social, está en la retaguardia de las preocupaciones de los pensadores
("espacio en blanco en nuestro mapa social", dice Elías Canetti).
Este pequeño e intenso libro está promovido por una hermosa e inquietante
proposición: si seremos capaces algún día de hacer más liviana la muerte a los
moribundos, menos solitaria. Si seremos capaces de darles la mano o
acariciarlos, si podremos dejar de comportarnos como si toda muerte fuera
contagiosa, si podremos volver a tener una relación más familiar y cercana, con
los que inevitablemente se apresuran a dejar la vida. Norbert Elias, el
autor-médico, psicólogo y filósofo polaco nacido en 1897, que tuvo profesores
como Jaspers, Husserl, Honingswald y Weber, no se hace ilusiones sobre la
noción del temor a la muerte: siempre
lo hemos tenido, siempre lo tendremos.
Sostiene Elias: De lo que se trata es de romper el silencio y
compartir el desasosiego del que se va y de los que se quedan: que la muerte
sea el último y perpetuado punto de reunión de un hombre, cualquiera que sea,
que merece que le sea ratificado en su última hora, su vinculación y su
presencia entre los que continuarán vivos.
FUENTE: EL NACIONAL
Venezuela
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