Mientras
Europa aún estaba bajo el síndrome de las verdes praderas, en una pequeña
ciudad de Hungría, Csikvánd, Agota
Kristof llegaba al mundo en un parto difícil que vaticinó una áspera
negociación con la vida. Era
1935. El nazismo aún no rugía. El estalinismo ya estaba licuando gente y París
conservaba algo de centro planetario donde los artistas dejaban caer cada tarde
la nalga pelada en los peluches de los cafés. La infancia de Agota fue
sencilla, fría, algo destartalada, quizá con momentos de apetito insaciado. En
su carácter se iba filtrando ese paisaje de noche más allá de la noche de los
lugares oscuros. Por entonces, aquella muchachita encanijada y sin demasiados
afanes aparentes no daba señales de literatura por ningún lado. Tan sólo
respiraba y callaba, con el entusiasmo justo.
Pero por dentro, la pequeña Agota iba
tomando nota con los ojos y descifrando en voz baja lo que decían aquellos
pocos libros que pillaba en las estanterías de casa. En una de esas búsquedas
encontró un volumen de poesía y la calentura del hallazgo le inundó las sienes. Comprendió
entonces que la realidad era también un puente a derribar. Que la verdad estaba
del lado de esos versos que decían la vida de otro modo, con algo de ácido
concentrado y de emoción que descalabra lo que tan sólo es evidente. Agota Kristof entró en la poesía como
quien busca un cobijo contra la tormenta, mientras Europa se iba jodiendo al
galope. El nazismo devastó una parte y Stalin se encargó del resto. En 1956,
con 21 años, aquella escritora secreta que llevaba una existencia sin relieve
escapó de su país cuando la Revolución húngara fue aplastada. Un año antes se
había casado con un profesor de escuela que luchaba contra el régimen
prosoviético y había tenido una hija que, en el momento de la estampida, tenía
cuatro meses. Escaparon a Neuchâtel, donde todo seguía siendo oscuro, extraño y
vil. Kristof no hablaba francés ni alemán. No se entendía con nadie.
Agota se ocupó en una fábrica de
relojes. De las de cadena de montaje. De las de tres turnos al día. Allí,
para luchar contra la rutina mecánica y la insonorización de no manejar el
idioma, comenzó a generar historias que le salían de la parte más blanda del
cerebro y le hacían sigilosamente círculos concéntricos en la cabeza. Así
pasó cinco años hasta que un día se quitó de encima temores y censuras poniendo
el reloj de vivir a cero. Se divorció del modesto profesor. Cogió sus poemas
adolescentes y comenzó a traducirlos lentamente al francés de madrugada, hasta
que logró un manejo de la lengua como para permitirse escribir ya en ella. «Me
planteé la literatura como algo personal, nunca pretendí llegar a nada.
Escribía para mí cuando los niños se habían acostado y ya no había ruido en
casa».
Agota
Kristof era una de esas mujeres a quien nadie miraba por la calle. A quien nadie preguntaba la hora. A
quien nadie invitaba a café. Pero acumulaba una literatura hecha con pediluvios
de napalm que reveló su huella inflamable en 1986, a los 50 años, con un título
que hizo voltear las córneas de muchos ante lo insólito de aquella señora con
contorno de elfa. Esa primera novela lleva por título 'El gran cuaderno' (en
España la publicó mucho después la editorial El Aleph). Y entonces comenzó lo
bueno.
En su escritura asoma la molécula
dolorosa de quienes han padecido demasiado sin hacer bandera del daño. Viene
impulsada por una cólera que no es exactamente cólera, sino irritación por
tanta crueldad, por tanta sin razón y por tanto hijo de puta convencido de ser
un príncipe o un dios irremediable. Su
fiereza alcanza en ocasiones un grado evangélico. Su soledad es la trinchera
necesaria para poder mirar hacia fuera sin el aparejo de la sentimentalidad. «He estado casada dos veces y siempre
me resultó insoportable. Supongo que quedarme sola está en mi naturaleza, y
sospecho que es algo que no le sucede a todo el mundo», decía en una
entrevista. Agota Kristof hizo del hielo su jurisdicción emocional con una
rotunda ferocidad. Su rebelión es hacia dentro.
En 1988 publicó 'La prueba', segunda
parte de una trilogía que remató en 1999 con 'La tercera mentira'. Al conjunto
le dieron el título de 'Claus y Lucas'. Y con este ciclo narrativo se hizo un
sitio en la literatura europea. Sus
personajes son brutales, desolados, pero conservan un instinto moral
conmovedor. La biografía de Agota Kristof está tan desierta de aventura
literaria como llena de arañazos y amarguras interiores. «La
vida que no he vivido quizá hubiese sido mejor», decía. Su heterodoxia es la de
no ser una heterodoxa de manual. Por fuera es una mujer normal, de las que
aparentemente no tienen enemigos al alcance. Pero si uno se fija, acumula
infiernos difíciles de precisar balanceándose en unas venas que en cualquier
momento ponen la sangre a hervir. De algún modo, escribía sólo con lo puesto.
Con las palabras desnudas por la parte del filo. La suya es una literatura casi
autosuficiente: sólo necesitaba recordar la envergadura de sus espantos. Ese
territorio sin sentimientos que retrata es, a su manera, el país mental que
ella habitó. No hay distracción ni consuelo.
Uno imagina a Agota Kristof por las
calles de Neuchâtel sin un alarde, casi en una secreta clandestinidad.
Partidaria sólo de su propia visión despedazada de las cosas, en muchas
ocasiones exacerbada pero verosímil. Para acumular un mundo expresivo tan fiero
hay que estar muy desengañada y muy segura. Incluso tener una profunda sutileza
para no ahogarse en la propia bilis. La
independencia vital de esta dama dotada de una impecable rabia intelectual es
una de las mejores lecciones de su aventura. No le debe nada a nadie. No le
pide a nadie nada. Tampoco pretende el eco que con su obra consigue. Tan
sólo es consciente de que algunos arañazos le sirven para redondear un párrafo
impecable. Y a la vez nos unta el ánimo en su asimilación devastadora del ser
humano, sin opción al consuelo.
Los últimos años de su vida los pasó
casi enclaustrada en el escaso apartamento suizo en que escribió algunas de sus
mejores piezas. Apenas podía ya pasear una hora al día. Lo demás era una dura
convivencia con la normalidad, compensando los recuerdos con la certeza de que
olvidar es traicionarlos. Lo más abominable, el lustro de la fábrica. Tuvo tres
hijos y dos maridos. Nada
fue comparable a la certeza de recuperar la libertad a última hora. Esteparia y
silenciosa, Agota Kristof dejó rastros de su biografía en 'La analfabeta'
(2004), el último de sus títulos de creación. Continuó con los poemas y algunos
relatos, como en la juventud. Al morir, en 2011, dejó numerosa obra inédita.
Ahí sigue.
La de Agota Kristof es una voz sin
amo. La de una escritora que te da cuerda, pero nunca te empuja. No
sabemos si creía o no en la especie humana. En cualquier caso, la desmitifica.
No hay bondad.En el conglomerado de su soledad fue levantando
un mundo de literatura purísima para combatir el descampado que es esta perra
vida. El descampado del triunfo. El descampado del amor y sus escombros. El
descampado de la amistad. El solar de los sueños rotos.
El orgullo de no traicionarse no
aflora exactamente en las palabras ni en los gestos abruptos, sino que se trata
de un monocultivo de vida interior que al final te llena los ojos de
melancolía. Algo
de esto sucede con ella. La vida no le fue noble, ni buena, ni sagrada. Pero
ante la posibilidad del llanto escogió el escepticismo y una estética de la
indiferencia que no le exige al lector fe o compromiso. Por eso es tan radical. Por eso esta
gran mujer con esquelatura diminuta alcanzó sin pretenderlo una altísima cumbre
de la literatura. Su misión fue convertir en una obra de arte la sordidez de
primera mano que la acompañó por tanto tiempo.
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