Crepúsculo
La última obra de Svetlana Aleksiévich
describe el colapso de la URSS y lo que fue su mundo a partir de los
testimonios aportados por los ciudadanos de las antiguas repúblicas soviéticas
Cartel
de propaganda soviética: "¡Larga vida a la Revolución socialista!".
Abajo, Aleksiévich ante la Academia sueca el pasado 7 de diciembre.
EL FIN DEL "HOMO SOVIETICUS". Svetlana Aleksiévich.
Pocos conocían o conocíamos a Svetlana Aleksiévich antes de que el premio Nobel difundiera el nombre de la bielorrusa, aunque de hecho uno de sus libros, Voces de Chernóbil (1997), donde recopilaba los testimonios de los supervivientes del desastre nuclear y describía sus invisibles consecuencias, había sido traducido e incluso reeditado en dos ocasiones. Sólo un mes después la editorial Debate -que anuncia otros títulos suyos, entre ellos el que dedicó a la guerra de Afganistán, Los ataúdes de zinc (1989)- publicó su primer trabajo, La guerra no tiene rostro de mujer (1985), en el que Aleksiévich recuperaba la memoria de las combatientes de la Segunda Guerra Mundial llamada por los rusos, finalmente victoriosos en el decisivo frente oriental que decidiría el resultado de la contienda, Gran Guerra Patria. Ahora Acantilado acoge su último trabajo hasta la fecha, El fin del "homo sovieticus" (2013), una obra verdaderamente monumental que como las anteriores no contiene un solo gramo de ficción. Suelen cuestionarse no sin motivo las decisiones a veces arbitrarias o directamente inextricables de la Academia sueca, pero el galardón a Aleksiévich, aunque inesperado, se explica no sólo por el creciente prestigio de la crónica o el reportaje como géneros literarios, sino también o sobre todo, juzgando desde lo leído, por el innegable valor de una escritura notarial que cede el protagonismo a los testigos y viene a reivindicar la importancia de las fuentes orales -o de las vivencias de la gente común, que no aparece en los manuales- a la hora de hacer Historia.
La narrativa de Aleksiévich usa procedimientos básicos del periodismo -en particular las entrevistas personales de las que se transmiten sólo las respuestas, mínimamente acotadas- sin caer en la urgencia propia del oficio, pues el trabajo de campo es sometido por la autora a un largo y minucioso proceso de composición del que surge, una vez montado el amplísimo material recogido, el gran fresco coral que conforman sus libros y del que este último, centrado en el desmoronamiento de la URSS, sería como la coda de todo un ciclo, avanzada en parte en un título anterior -El hechizo de la muerte (1993), no traducido al castellano- donde abordaba los suicidios asociados a la caída del gigante soviético. Se trata en efecto, como resaltaba el dictamen del Nobel, de una literatura polifónica, que da voz a cientos de desconocidos habitantes de Rusia o las antiguas repúblicas de la Unión -"los actores del drama del socialismo", casi siempre identificados con sus nombres, edades y profesiones- para que narren en primera persona su recuerdo del régimen desaparecido o del modo en que este se derrumbó en apenas unos años, luego de décadas en las que parecía que iba a ser eterno.
"En setenta y pocos años, el laboratorio del marxismo-leninismo creó un singular tipo de hombre: el homo sovieticus", afirma Aleksiévich, nueva especie que comprende a todos los que vivieron la experiencia al margen de su proximidad pasada o actual a los principios que la inspiraban. Ella misma, que abandonó la fe después de viajar a Afganistán e investigar los efectos de la guerra, tanto en el país invadido como en las tropas que lo ocuparon, se define como "cómplice", en la medida en que participa de modo más o menos inconsciente de los rasgos que caracterizaban a los ciudadanos soviéticos: un "léxico propio" o una peculiar "concepción del bien y del mal, de los héroes y los mártires", derivada del sufrimiento en situaciones extremas, del sacrificio asumido en razón de los grandes ideales, de la presencia omnímoda de un Estado todopoderoso que reducía a los individuos a la categoría de piezas ínfimas o intercambiables -mera estadística- de un engranaje cuyo funcionamiento no cabía poner en duda. Aleksiévich rastrea las huellas de ese mundo perdido en las impresiones de quienes lo habitaron -en buena medida deudoras de las brechas generacionales- y documenta el fervor reformista de la perestroika, el impacto de la apertura de los archivos, la tensión entre los deseos de cambio y el miedo a la libertad, la desilusión derivada de la toma del poder por los cleptócratas, el retorno de los modos autoritarios, la paradójica añoranza del imperio.
Pocos conocían o conocíamos a Svetlana Aleksiévich antes de que el premio Nobel difundiera el nombre de la bielorrusa, aunque de hecho uno de sus libros, Voces de Chernóbil (1997), donde recopilaba los testimonios de los supervivientes del desastre nuclear y describía sus invisibles consecuencias, había sido traducido e incluso reeditado en dos ocasiones. Sólo un mes después la editorial Debate -que anuncia otros títulos suyos, entre ellos el que dedicó a la guerra de Afganistán, Los ataúdes de zinc (1989)- publicó su primer trabajo, La guerra no tiene rostro de mujer (1985), en el que Aleksiévich recuperaba la memoria de las combatientes de la Segunda Guerra Mundial llamada por los rusos, finalmente victoriosos en el decisivo frente oriental que decidiría el resultado de la contienda, Gran Guerra Patria. Ahora Acantilado acoge su último trabajo hasta la fecha, El fin del "homo sovieticus" (2013), una obra verdaderamente monumental que como las anteriores no contiene un solo gramo de ficción. Suelen cuestionarse no sin motivo las decisiones a veces arbitrarias o directamente inextricables de la Academia sueca, pero el galardón a Aleksiévich, aunque inesperado, se explica no sólo por el creciente prestigio de la crónica o el reportaje como géneros literarios, sino también o sobre todo, juzgando desde lo leído, por el innegable valor de una escritura notarial que cede el protagonismo a los testigos y viene a reivindicar la importancia de las fuentes orales -o de las vivencias de la gente común, que no aparece en los manuales- a la hora de hacer Historia.
La narrativa de Aleksiévich usa procedimientos básicos del periodismo -en particular las entrevistas personales de las que se transmiten sólo las respuestas, mínimamente acotadas- sin caer en la urgencia propia del oficio, pues el trabajo de campo es sometido por la autora a un largo y minucioso proceso de composición del que surge, una vez montado el amplísimo material recogido, el gran fresco coral que conforman sus libros y del que este último, centrado en el desmoronamiento de la URSS, sería como la coda de todo un ciclo, avanzada en parte en un título anterior -El hechizo de la muerte (1993), no traducido al castellano- donde abordaba los suicidios asociados a la caída del gigante soviético. Se trata en efecto, como resaltaba el dictamen del Nobel, de una literatura polifónica, que da voz a cientos de desconocidos habitantes de Rusia o las antiguas repúblicas de la Unión -"los actores del drama del socialismo", casi siempre identificados con sus nombres, edades y profesiones- para que narren en primera persona su recuerdo del régimen desaparecido o del modo en que este se derrumbó en apenas unos años, luego de décadas en las que parecía que iba a ser eterno.
"En setenta y pocos años, el laboratorio del marxismo-leninismo creó un singular tipo de hombre: el homo sovieticus", afirma Aleksiévich, nueva especie que comprende a todos los que vivieron la experiencia al margen de su proximidad pasada o actual a los principios que la inspiraban. Ella misma, que abandonó la fe después de viajar a Afganistán e investigar los efectos de la guerra, tanto en el país invadido como en las tropas que lo ocuparon, se define como "cómplice", en la medida en que participa de modo más o menos inconsciente de los rasgos que caracterizaban a los ciudadanos soviéticos: un "léxico propio" o una peculiar "concepción del bien y del mal, de los héroes y los mártires", derivada del sufrimiento en situaciones extremas, del sacrificio asumido en razón de los grandes ideales, de la presencia omnímoda de un Estado todopoderoso que reducía a los individuos a la categoría de piezas ínfimas o intercambiables -mera estadística- de un engranaje cuyo funcionamiento no cabía poner en duda. Aleksiévich rastrea las huellas de ese mundo perdido en las impresiones de quienes lo habitaron -en buena medida deudoras de las brechas generacionales- y documenta el fervor reformista de la perestroika, el impacto de la apertura de los archivos, la tensión entre los deseos de cambio y el miedo a la libertad, la desilusión derivada de la toma del poder por los cleptócratas, el retorno de los modos autoritarios, la paradójica añoranza del imperio.
Divididos en dos partes, El consuelo del apocalipsis (1991-2001) y El encanto del vacío (2002-2012), los testimonios presentados por Aleksiévich, que rehúye los debates teóricos para centrarse en el ámbito "doméstico", dan fe de la magnitud de una catástrofe que se cobró millones de víctimas, pero también de la fuerza de unos principios -el discurso épico de la construcción del socialismo- que pese a todo mantuvieron su atractivo: "Nunca fuimos conscientes de la esclavitud en que vivíamos; aquella esclavitud nos complacía". Incluso los supervivientes de los campos, constata la autora, se sentían orgullosos de los logros de su país, cuyos símbolos han retornado -"todo lo soviético vuelve a estar de moda"- tras el descrédito posterior al hundimiento. La nostalgia de un orden inicuo pero estable, por parte de quienes se vieron de repente a la intemperie, sumada a la falta de recuerdos directos de los más jóvenes, alimenta una corriente de simpatía que ha sido aprovechada por las nuevas autoridades para ejercer un poder casi absoluto, hasta cierto punto heredero del que ejercían sus predecesores. El actual presidente, al que uno de los entrevistados llama "zar de pacotilla", ha sustituido -dice Aleksiévich- la doctrina comunista por la de la Iglesia ortodoxa.
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