domingo, 17 de diciembre de 2017

GANADOR DEL II CERTAMEN "ALERGIA Y HUMANIDADES" SEAIC 2017 (España)

RESULTADOS DEL II CERTAMEN DE ALERGIA Y HUMANIDADES ORGANIZADO POR EL COMITÉ DE HUMANIDADES DE LA SEAIC



Miembros:

Dr. Juan Manuel Igea
Dr. Santiago Quirce
Dra. Isabel Ojeda
Dra. María Luisa González Gutiérrez

Reunidos los miembros del jurado (salvo la Dra. María Luisa González que actuó a través de medios telemáticos), se decidió tras su votación otorgar los premios del certamen a:

MODALIDAD DE PINTURA:

Roberto Méndez Romend, por la obra «Alérgenos libres».



MODALIDAD DE FOTOGRAFíA:

María Begoña Cueva Oliver, por la obra «Gramíneas en flor».



MODALIDAD DE POESÍA:

Ignacio Dávila González, por la obra «Soplo de vida».

Soplo de vida

Eres tú, diminuto polen
- pavesa de vida,
futuro de planta,
alma de primavera –
el más pertinaz
de los amantes.

Emprendes, obstinado,
el viaje en busca de tu amada,
fiando,
o al azar del aire caprichoso,
o al albur del voluble insecto,
el fortuito encuentro.

Jinete del céfiro,
quijote del viento,
centauro del riesgo,
cabalgas a lomos de fortuna,
ahorcajado en acasos,
en contingencias montado.

Sorteando lluvias,
apartando fríos,
esquivando trabas,
vagando siempre
en búsqueda inagotable
de ese instante supremo,
de ese estigma
que para siempre te marque,
para convertirte, victorioso,
de aire de azar
en soplo de vida. 


MODALIDAD DE RELATO:

Ignacio Jáuregui Presa, por la obra «La increíble historia del pianista Macario Maracaná y la sufrida Brígida».

La increíble historia del pianista Macario Maracaná y la sufrida Brígida

El día que resolvió cambiar irrefutablemente de vida, al sargento Macario Maracaná le faltó tener presente y bien presente que todo cambio conlleva riesgos impredecibles, según se lo explicaría muchos años después a su sufrida Brígida en el antequirófano de la Ciudad Sanitaria, ante el pelotón de galenos enmascarados a punto de operarlo.
Los que lo conocieron de cerca dicen que fue la imposibilidad física de tanta obediencia debida a superiores de demostrada zafiedad e incultura como su capitán Raimundo Restrepo lo que lo decidió de súbito a abandonar la vida militar con su escueta pero cómoda pensión de funcionario, y aunque la sufrida Brígida intentaría como siempre disuadirlo en vano, pronto puso Maracaná a la venta pública en el mercadillo dominical de la Plaza Grande los uniformes, gorras, fajines, charreteras, sables y pistolas reglamentarias y aún el viejo catalejo castrense de latón heredado de su padre, el teniente coronel José Macario Maracaná, y con los pocos billetes reunidos tras la venta de sus enseres compró al día siguiente al anticuario y chamarilero Porfirio el más prodigioso de los instrumentos músicos: aquel carcomido piano de pared de segunda mano manufacturado en Bournemouth, que ya nunca habría de abandonarlo hasta el día de su dramática muerte anafiláctica.
Macario pronto comenzó a tocar el piano del gitano Porfirio como nadie, porque nadie en la localidad tocaba el piano entonces, y si ocurría de forma excepcional que algún mortal ejecutase el instrumento, solía arrastrarlo por lo general como una maldición desde la infancia y todas las tardes infantiles vacías de juegos y de eventos deportivos, y repletas a cambio de partituras y de repeticiones de Schubert y Chopin, afloraban en el frecuente estilo soso y renuente con que el tipo interpretaba ahora a Chopin o a Schubert. Maracaná, sin embargo, se consideró siempre un espíritu musical libre, formado al piano por sí mismo de la mano delicada de su madre doña Macarena de Maracaná -feliz contrapunto de la sombra castrense de su padre--, en las múltiples tardes de pertinaz lluvia de su ciudad natal, y el sonido maravilloso de las teclas lo acompañaba en sus recuerdos de infancia como el olor de la cesta de guayabas sobre la alacena, o el chisporroteo familiar de la calefacción de carbón en las tardes interminables del invierno.
Los que lo trataron sostienen que el exsargento no interpretó jamás a los clásicos, porque lo que el cuerpo le pedía más a menudo eran ciertos compases neoyorkinos y nuevaorlenses, esas melodías del viejo Scott Joplin que llamaban ragtime, o esos tristísimos acordes de Blue Sunset que más de una vez hacían volver la cabeza o aún incluso humedecían los ojos de las gentes más conspicuas y las mujeres más hermosas sin que llegaran a ver en uno al típico pelmazo salido recién del Conservatorio. Otra víctima del jazz, el Maracaná ese, mascullaban sus detractores con desprecio, como si a él lo molestara.
El propietario del night-club que lo contrató era un cubano honrado y se lo dijo con franqueza santiaguera, aquí pagamos poco, tarde y mal y no te me pases con las copas que te las habré de descontar del sueldo, compay, pero Macario no quiso o no pudo oírlo por el ruido del local y volvió a casa convencido de haber obtenido una gran premier y así se lo comunicó a Brígida ante uno de los últimos guisos de gallina a la sartén que habrían de conocer en aquella casa a las horas de comer.
Ni siquiera los más allegados al sargento Maracaná comprenden cómo y cuándo empezó aquel viaje sin retorno posible desde los cuarteles y despachos de la subcomandancia a los garitos de jazz, humo y chupitos de ginebra con agua tónica, pero todos sostienen que ya lo veían venir cuando la tragedia sucedió al final, una de aquellas noches de nostalgia infinita y de mojitos cubanos que el dueño del local le descontaría sin duda de sus ya magros estipendios; y habría de ocurrir porque cuando el ron del Caribe empezaba a impregnar su corazón esponjoso, Macario tendía a volverse enamoradizo y gamberro...
Pero aquella noche no fue él, que no fue, que fueron las melancolías de Duke Ellington y Thelonius Monk las que hicieron que la inconmensurable belleza pelirroja sentada en una de las mesas cercanas al piano volviera la cabeza y dejara de escuchar al guaperas faccioso que la acompañaba, prodigio de malos modos y gomina, y cuyos hercúleos brazos parecían múltiples y versátiles como los de un pulpo a la hora de estrechar a la melómana; fueron aquellas melodías, sí, las que hicieron zafarse a la pelirroja de los brazos cefalópodos y venir a apoyarse en el piano junto al mojito de Macario, enseñando al inclinarse, dadivosa, su busto indescriptible; y es así que el sargento en excedencia sintió entonces acercarse sin remedio otro de aquellos sucesos que la sufrida Brígida llamaba, soez, encoñamientos, con amargura poco y mal disimulada de fiel esposa de tarambana pertinaz.
Y antes de que su propia voluntad pudiera hacer acto de presencia en el garito, se encontró Maracaná besando sin permiso de nadie aquellos labios de fresa y aquel escote simétricamente dividido en dos por el canal o valle profundo resultante del efecto espectacular de los modernos sostenes Wonderbrá.
El primer disparo sonó musicalmente al acertar la bala exactamente sobre la tecla fa de la tercera octava, pero el segundo le acertó de lleno en la segunda porción del duodeno, llevándose por delante la úlcera que arrastraba Macario desde la juventud a base de parrandas mal enmendadas con cantidades desmesuradas de bicarbonato de sosa. Quieto ahí, Maracaná, quieto o te mato, oyó gritar antes de desvanecerse, y tú fuera de aquí, súcubo, puta.
Y fue entonces, exangüe encima del piano, tarde ya, cuando reconoció tras la gomina y las gafas negras y la cazadora negra y la conciencia negra al capitán Raimundo Restrepo, su inmediato superior de la subcomandancia, ahíto de ron y celos, con la pistola reglamentaria desenfundada y humeante. Desertor, cabrón, balaperdida, casanova, perillán, toma lo tuyo, lo insultaba todavía el capitán disparando al aire y a la fila de botellas tras el mostrador, sulfúrico y poseído, ante la aterrada mirada de su novia pelibermeja y tetuda, antes de que la policía militar consiguiera desarmarlo, esposarlo y subirlo al furgón.
Y ahora, en el antequirófano de la Ciudad Sanitaria, ante el pelotón de galenos ya lavados, esterilizados y enmascarados a punto de operarlo, Maracaná se lo decía a la sufrida Brígida, perdóname, perdóname una vez más, pero no dejes de contar todo esto por si yo llegara a faltar, Dios no lo quiera, que sepa la posteridad que el mal se paga. Y Brígida inflexible, no caerá esa breva, Macario, no querrá el cielo premiarme de una vez tantas desdichas, que si tuvieras siquiera un seguro de vida en condiciones yo misma me encargaba de prohibirte operación y transfusiones, crápula insustancial.
Pero dicen unos que Dios vela y otros que mala hierba nunca muere, y por obra y gracia de la ciencia fabulosa de la cirugía, bisturíes, suturas y concentrados de hematíes obraron el prodigio y en pocas semanas Macario estuvo repuesto frente al teclado de su viejo piano inglés apolillado, que todavía habría de acompañarlo muchos años después hasta su aparatosa muerte anafiláctica una mañana de marzo cuando desayunaba una macedonia a base de kiwi, duraznos y albaricoques.
Ay, Brígida Brígida. La maldita adrenalina siempre a desmano, dicen que fueron sus últimas palabras. Pero esa ya es otra historia. 


MODALIDAD DE REDACCIÓN CIENTÍFICA:

Ignacio Antépara Ercorica, por la presentación «Un ensayo en fase I de una vacuna subcutánea con extracto de ácaros».




FUENTE: 



LOS CAZADORES DE CONCURSOS LITERARIOS VIII (OCTUBRE 2017) Publicado el concurso, el sábado 2 de septiembre del 2017 en el Blog. 

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