martes, 5 de mayo de 2015

LEOPOLDO PANERO TORBADO: Padre de poetas.

La saga de los Panero

Cuentos de amor, de locura y de muerte


La casa donde vivió junto a su familia el poeta español, y padre de poetas, Leopoldo Panero Torbado, fue convertida en museo. Con la desaparición del último de sus hijos, el talentoso Leopoldo María, ocurrida hace un año, y sin descendientes, concluyó la historia del clan que el cine de Jaime Chávarri supo convertir en símbolo de la decadencia franquista

 
Juan Luis y Michi Panero flanquean a su madre, Felicidad Blanc, en una escena de El desencanto. 
El menor de los tres hermanos juega a matar avispas. No son más de las cinco de la tarde en el verano de 1962. El calor no es pegajoso en León, al noroeste de España, sino seco y duro. Mientras el niño juega, el padre maneja desde la localidad de Astorga, haciendo eses: "Vendrá borracho", piensan muchos. Podría ser, pero esta vez se equivocan. Al niño lo pica una de las avispas. Llora. El padre llega a la casa de campo de Castrillo de las Piedras. El niño, José Moisés, al que todos acabarán llamando Michi, sale corriendo, con los ojos en lágrimas, hacia su padre. Éste, en lugar de consolarlo, lo aparta de un golpe. Y luego sigue hacia la casa con un gesto de dolor.
La esposa, Felicidad Blanc, aguarda junto a sus otros hijos: el mayor, Juan Luis, que pasa poco tiempo con ellos, ya que más bien es criado por la abuela materna, y Leopoldo María, el mediano. Entre los dos se desatará una guerra callada y sádica. Pero aún no hay evidencias. Es agosto y Leopoldo Panero Torbado sube a acostarse. Le ordena a su mujer que lo espere en la terraza; si necesita algo, llamará. Pero cada vez está más blanco. Felicidad le toca la mano. Baja al salón y dice: "Está frío como si estuviera muerto". Pero no lo está, así que uno de los hijos sale corriendo en busca de un médico; de otro, porque el primero que lo vio aseguró que aquello debía ser un corte de digestión, sin más inconveniente y común en un paciente proclive a la abundante ingesta de alcohol.
Es Juan Luis quien corre a la estación de tren más cercana. A su vuelta, una vieja del pueblo le espeta: "¿Para qué corres si ya está muerto?" Después, la imagen de la mano enorme, rotunda, salida de una sábana y chocando con cada peldaño de la escalera. Con esa misma mano levantó el puño izquierdo. Pero tras la derrota de los republicanos, el que se elevó fue el derecho, convirtiendo a Panero en uno de los poetas insignes del franquismo, tal vez no con una convicción ideológica pero sí con una necesidad de acomodarse a las circunstancias. A su muerte, la ruina familiar comenzó a dejar ver lo que sería el fin. Sobre todo porque, a los que se quedaron, la indiferencia por la acumulación de dinero los definió: Felicidad, Michi y Leopoldo María. A Juan Luis no. Siempre fue un caso aparte, dijo Michi.
La viuda y los huérfanos vuelven al final del verano a la casa de Astorga: una de las pocas construcciones señoriales del lugar, comparable a la de la familia del escritor Ricardo Gullón. Ambas estaban en el centro, a pasos de la catedral. Astorga, a 47 kilómetros de la capital de la provincia, León, no sólo tiene una sede episcopal en un palacio diseñado por Gaudí, sino también una catedral imponente para una población que no supera los 15.000 habitantes. Y una iglesia por barrio. Y un seminario. Y varios conventos. Y un cuartel. Aún hoy. Por eso no es de extrañar que cuando Jaime Chávarri en 1975, con el cadáver de Franco aún caliente, se plantó allí a rodar sobre la familia Panero, debió de ser considerado un extraterrestre. Pero, a pesar de todas las dificultades que entrañaba, Chávarri consiguió una obra eterna. El desencanto pasó a ser un símbolo de la caída de un pensamiento único, de una forma de vida, de un régimen. Aquellas imágenes en blanco y negro de los hijos y la mujer hablando sin tapujos sobre el padre muerto cayeron como una bomba en una España que recién se desperezaba de un sistema en el que la familia patriarcal era la única forma de organización social admisible. De hecho, en la misma Astorga no se pudo proyectar hasta mucho tiempo después.
El documental se rodó en su mayoría en la casa conocida como De Doña Máxima, que había pertenecido a la familia de Leopoldo Panero padre, el muerto, cuya madre se llamaba así y tenía un carácter fortísimo que la convertía en el alma del lugar. Era un edificio indiano con una palmera, enrejado y coronado por una torre. Allí se dice que escribía Panero y que en varias ocasiones hospedó a otros. A Leopoldo padre si algo no le gustaba era estar solo, más allá de los momentos propios abocados a la escritura. Lo que más deseaba no era la intimidad con su mujer: él quería amigos, cuantos más mejor; salir, beber y volver a cualquier hora y, además, en la mayoría de los casos, acompañado por Luis Rosales. Felicidad Blanc ha insinuado alguna vez que se casó con ambos, porque a su pesar, Panero y Rosales eran inseparables. Pero ¿quién era esa mujer bella e inteligentísima que hablaba en El desencanto, esa dama que departía sobre temas de todo tipo, contraviniendo así las reglas impuestas por cuarenta años de franquismo? De familia también acomodada, Felicidad se enamoró de Leopoldo Panero cuando éste le confesó que no la veía como una mujer joven, sino como una vieja, ya acabada la vida. Un piropo un tanto extraño, pero no tanto si aclaramos que se lo dijo a una mujer que, cuando le preguntan cómo recuerda la época de la guerra, contesta así: "Yo leía Madame Bovary mientras las balas caían a mi alrededor". Con su sonrisa a medias y su esbelta figura, Felicidad Blanc abandona su Madrid natal y se traslada a provincias: Astorga la recibe con las sospechas típica de pueblo.
Pero Blanc es una mujer excepcional. Crió a tres hombres que tenían un pie en la tierra y otro en la literatura, como ella. Leopoldo María, con sólo siete años, recitó su primer poema, nada infantil, sino una clara evocación de la muerte. Y luego, varios problemas en la escuela y en la calle, lo llevaron a pasar una temporada en prisión. Leopoldo María fue siempre, un inconveniente. "No se preocupe señora, va a salir adelante", le decían sus maestros. Pero se equivocaban. Felicidad no tardó mucho en tener que firmar el primer documento de aceptación para ingresarlo, muy joven, en un manicomio. Rota por la culpa: la enfermedad podía tener una razón genética, la tía Eloísa, su hermana.
Con varios intentos de suicidio, Leopoldo María nació para perseguir a la muerte. Fue y es uno de los poetas más importantes de los últimos tiempos. Su hermano Juan Luis, no tanto. Y si la competencia es atroz, la asunción del fracaso lo es aún más. Juan Luis se retiró a vivir a un pueblo de Gerona y rompió con todos.
Antes de eso y después de Astorga estuvo el piso de la calle Ibiza, 35. La familia volvió a Madrid en el peor momento. En plena movida madrileña tanto Michi como Leopoldo María cumplieron la vida de excesos que proponía aquella capital de país recién salido del silencio. Felicidad Blanc tuvo que replegarse, dejar que Leopoldo María ocupase cada vez más espacio en aquella casa. No era extraño levantarse e intuir orgías de hombres en la habitación del poeta. Y luego, el pedido de hachís, la madre que salía a cualquier hora para conseguirle droga. La misma que firmó una y otra vez sus ingresos en varios manicomios. Lugares horrendos, afirmaba Leopoldo María. Cuando éste está interno en Mondragón, al noreste de España, Felicidad se muda para estar más cerca de él. Pero los fines de semana, cuando logra permiso, va con ella y las peleas son cruentas. Y, sin embargo, ¡cuánto la ama! Tanto que cuando ella muere, Leopoldo María insiste en que lo dejen besarla, para devolverla a la vida. Pero Michi se niega. Convierte su cuerpo en cenizas y pide que las tiren al mar. Paga él, aunque no se asegura de que esto se lleve a cabo. Se va antes. Juan Luis tampoco se hace cargo. Michi vuelve a Ibiza, 35. Es el único que queda en el departamento. Pero no durará mucho. El dolor y la ruina también corren tras su pista.
Enfermo y pobre, termina por malvender los objetos familiares. Dice Enrique Vila-Matas, uno de sus amigos más entrañables, que aún recuerda la imagen de ese Michi, sentado en un sofá en la calle Ibiza, con las últimas cosas que habían bajado de aquella residencia madrileña, con la vista perdida en un televisor apagado. No lo recuerda porque él estuviera allí, sino porque un fotógrafo, que había ido a comprar una de las últimas cosas que allá quedaban, inmortalizó el momento. Días después, Michi volvería a Astorga. Varias personas convinieron en ayudarlo a pagar un alquiler en aquel lugar donde de niño había sido feliz.
En Astorga ya no había casi nadie, sólo él y su enfermedad, y los artículos de crítica televisiva que escribía para el diario El Mundo. Su casa de infancia fue comprada por el ayuntamiento. Hoy es una casa-museo que lleva el nombre de la familia. Al inaugurarse, se hizo una breve exposición sobre ellos que, a pesar de estar centrada en el padre, tenía una luz en la pared de una sala oscura. A la izquierda, se proyectaba El desencanto. Michi no iba a ser poeta. Dijo, en algún momento, que tan sólo pretendía ser algo feliz. Pero ni eso. Murió solo y enfermo, a los 52. Fue Juanjo Perandones, el entonces alcalde de la ciudad y también profesor de literatura, quien lo bajó por la escalera en una bolsa, con la única compañía del sepulturero.
Años antes, Michi se había encontrado con Leopoldo María en el cementerio de Astorga. Allí, en un nuevo intento de éxito cinematográfico, Ricardo Franco había querido rodar la penúltima escena de Después de tantos años (1994), homenaje al documental de Chávarri. Ahí puede oírse la risa de Leopoldo María Panero. Él aseguró que a su hermano lo había matado la CIA, y que lo de su madre había sido asesinato. Dijo: "Hasta que la mataron, era la bruja más asquerosa del siglo: tenía su derecho a serlo, porque yo y mi padre le hicimos pasar la vida más perra del mundo".
Félix de Azúa dijo de Leopoldo María que era el único poeta vivo que quedaba en España, que el resto eran todos funcionarios. Y murió el año pasado, a los 65 años en Canarias, donde estuvo su último manicomio. También solo: ningún hermano tuvo descendencia. Llevaba queriendo morir desde los siete años. Lo dejó claro en aquel poema que enunció ante la mirada atónita de unos progenitores:
Mi corazón temblaba y no era un sueño
fueron muriendo todos los soldados
de la guardia del rey

y mi corazón seguía temblando. 

FUENTE:     LA NACION
                                   Argentina


1 comentario:

  1. No conocía la vida de tan maravilloso poeta, menos sus escritos, gracias a una oración que una sobrina llevó a facebook me entero de su obra y su vida. Gracias.

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