lunes, 4 de mayo de 2015

AGOTA KRISTOF: Una literatura de la crueldad

AGOTA KRISTOF

El arte de lo cruel

·         Hasta 1997 era, al menos en España, una escritora desconocida. Comenzó a publicar en 1986, a los 51 años. Su primera novela, 'El gran cuaderno', reveló a una autora descarnada, dueña de un mundo donde existe moral pero no bondad. A los 21 años huyó de Hungría y se instaló en Suiza, donde trabajó en una fábrica de relojes. Solitaria, insobornable y corrosiva, levantó a pulso una literatura de la crueldad

    

Mientras Europa aún estaba bajo el síndrome de las verdes praderas, en una pequeña ciudad de Hungría, Csikvánd, Agota Kristof llegaba al mundo en un parto difícil que vaticinó una áspera negociación con la vida. Era 1935. El nazismo aún no rugía. El estalinismo ya estaba licuando gente y París conservaba algo de centro planetario donde los artistas dejaban caer cada tarde la nalga pelada en los peluches de los cafés. La infancia de Agota fue sencilla, fría, algo destartalada, quizá con momentos de apetito insaciado. En su carácter se iba filtrando ese paisaje de noche más allá de la noche de los lugares oscuros. Por entonces, aquella muchachita encanijada y sin demasiados afanes aparentes no daba señales de literatura por ningún lado. Tan sólo respiraba y callaba, con el entusiasmo justo.
Pero por dentro, la pequeña Agota iba tomando nota con los ojos y descifrando en voz baja lo que decían aquellos pocos libros que pillaba en las estanterías de casa. En una de esas búsquedas encontró un volumen de poesía y la calentura del hallazgo le inundó las sienes. Comprendió entonces que la realidad era también un puente a derribar. Que la verdad estaba del lado de esos versos que decían la vida de otro modo, con algo de ácido concentrado y de emoción que descalabra lo que tan sólo es evidente. Agota Kristof entró en la poesía como quien busca un cobijo contra la tormenta, mientras Europa se iba jodiendo al galope. El nazismo devastó una parte y Stalin se encargó del resto. En 1956, con 21 años, aquella escritora secreta que llevaba una existencia sin relieve escapó de su país cuando la Revolución húngara fue aplastada. Un año antes se había casado con un profesor de escuela que luchaba contra el régimen prosoviético y había tenido una hija que, en el momento de la estampida, tenía cuatro meses. Escaparon a Neuchâtel, donde todo seguía siendo oscuro, extraño y vil. Kristof no hablaba francés ni alemán. No se entendía con nadie.
Agota se ocupó en una fábrica de relojes. De las de cadena de montaje. De las de tres turnos al día. Allí, para luchar contra la rutina mecánica y la insonorización de no manejar el idioma, comenzó a generar historias que le salían de la parte más blanda del cerebro y le hacían sigilosamente círculos concéntricos en la cabeza. Así pasó cinco años hasta que un día se quitó de encima temores y censuras poniendo el reloj de vivir a cero. Se divorció del modesto profesor. Cogió sus poemas adolescentes y comenzó a traducirlos lentamente al francés de madrugada, hasta que logró un manejo de la lengua como para permitirse escribir ya en ella. «Me planteé la literatura como algo personal, nunca pretendí llegar a nada. Escribía para mí cuando los niños se habían acostado y ya no había ruido en casa».
Agota Kristof era una de esas mujeres a quien nadie miraba por la calle. A quien nadie preguntaba la hora. A quien nadie invitaba a café. Pero acumulaba una literatura hecha con pediluvios de napalm que reveló su huella inflamable en 1986, a los 50 años, con un título que hizo voltear las córneas de muchos ante lo insólito de aquella señora con contorno de elfa. Esa primera novela lleva por título 'El gran cuaderno' (en España la publicó mucho después la editorial El Aleph). Y entonces comenzó lo bueno.
En su escritura asoma la molécula dolorosa de quienes han padecido demasiado sin hacer bandera del daño. Viene impulsada por una cólera que no es exactamente cólera, sino irritación por tanta crueldad, por tanta sin razón y por tanto hijo de puta convencido de ser un príncipe o un dios irremediable. Su fiereza alcanza en ocasiones un grado evangélico. Su soledad es la trinchera necesaria para poder mirar hacia fuera sin el aparejo de la sentimentalidad. «He estado casada dos veces y siempre me resultó insoportable. Supongo que quedarme sola está en mi naturaleza, y sospecho que es algo que no le sucede a todo el mundo», decía en una entrevista. Agota Kristof hizo del hielo su jurisdicción emocional con una rotunda ferocidad. Su rebelión es hacia dentro.
En 1988 publicó 'La prueba', segunda parte de una trilogía que remató en 1999 con 'La tercera mentira'. Al conjunto le dieron el título de 'Claus y Lucas'. Y con este ciclo narrativo se hizo un sitio en la literatura europea. Sus personajes son brutales, desolados, pero conservan un instinto moral conmovedor. La biografía de Agota Kristof está tan desierta de aventura literaria como llena de arañazos y amarguras interiores. «La vida que no he vivido quizá hubiese sido mejor», decía. Su heterodoxia es la de no ser una heterodoxa de manual. Por fuera es una mujer normal, de las que aparentemente no tienen enemigos al alcance. Pero si uno se fija, acumula infiernos difíciles de precisar balanceándose en unas venas que en cualquier momento ponen la sangre a hervir. De algún modo, escribía sólo con lo puesto. Con las palabras desnudas por la parte del filo. La suya es una literatura casi autosuficiente: sólo necesitaba recordar la envergadura de sus espantos. Ese territorio sin sentimientos que retrata es, a su manera, el país mental que ella habitó. No hay distracción ni consuelo.
Uno imagina a Agota Kristof por las calles de Neuchâtel sin un alarde, casi en una secreta clandestinidad. Partidaria sólo de su propia visión despedazada de las cosas, en muchas ocasiones exacerbada pero verosímil. Para acumular un mundo expresivo tan fiero hay que estar muy desengañada y muy segura. Incluso tener una profunda sutileza para no ahogarse en la propia bilis. La independencia vital de esta dama dotada de una impecable rabia intelectual es una de las mejores lecciones de su aventura. No le debe nada a nadie. No le pide a nadie nada. Tampoco pretende el eco que con su obra consigue. Tan sólo es consciente de que algunos arañazos le sirven para redondear un párrafo impecable. Y a la vez nos unta el ánimo en su asimilación devastadora del ser humano, sin opción al consuelo.
Los últimos años de su vida los pasó casi enclaustrada en el escaso apartamento suizo en que escribió algunas de sus mejores piezas. Apenas podía ya pasear una hora al día. Lo demás era una dura convivencia con la normalidad, compensando los recuerdos con la certeza de que olvidar es traicionarlos. Lo más abominable, el lustro de la fábrica. Tuvo tres hijos y dos maridos. Nada fue comparable a la certeza de recuperar la libertad a última hora. Esteparia y silenciosa, Agota Kristof dejó rastros de su biografía en 'La analfabeta' (2004), el último de sus títulos de creación. Continuó con los poemas y algunos relatos, como en la juventud. Al morir, en 2011, dejó numerosa obra inédita. Ahí sigue.
La de Agota Kristof es una voz sin amo. La de una escritora que te da cuerda, pero nunca te empuja. No sabemos si creía o no en la especie humana. En cualquier caso, la desmitifica. No hay bondad.En el conglomerado de su soledad fue levantando un mundo de literatura purísima para combatir el descampado que es esta perra vida. El descampado del triunfo. El descampado del amor y sus escombros. El descampado de la amistad. El solar de los sueños rotos.
El orgullo de no traicionarse no aflora exactamente en las palabras ni en los gestos abruptos, sino que se trata de un monocultivo de vida interior que al final te llena los ojos de melancolía. Algo de esto sucede con ella. La vida no le fue noble, ni buena, ni sagrada. Pero ante la posibilidad del llanto escogió el escepticismo y una estética de la indiferencia que no le exige al lector fe o compromiso. Por eso es tan radical. Por eso esta gran mujer con esquelatura diminuta alcanzó sin pretenderlo una altísima cumbre de la literatura. Su misión fue convertir en una obra de arte la sordidez de primera mano que la acompañó por tanto tiempo.


FUENTE:    elmundo.es


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