A los lectores que prefieran libros amables, de esos que no
cortan la digestión, les convendrá recordar el nombre de Pablo Ramos
(Avellaneda, 1966) para incluirlo en su lista negra, porque las obras del
argentino se encuentran en las antípodas. A tal punto que parece encarnar
aquella vieja y citada consigna del autor de 'Los lanzallamas' de escribir "libros que
encierran la violencia de un cross a la mandíbula". No en
vano algún crítico lo llamó el nuevo Arlt, aunque Ramos cite a Capote, Cheever
o a Fernando Vallejo cuando se le pregunta por sus influencias.
Lo cierto es que todo
resulta excesivo y visceral en el autor de 'El origen de la tristeza' (publicado en España en 2014 por
Malpaso), incluidas su fobias. Mejor no mentarle a sus paisanos César Aira y Allan
Pauls. Y no cabe duda de que la cuna de esa ferocidad que gasta está en su
prosa -a pesar de su elegante apariencia y el disimulado lirismo que despliega
en un registro coloquial-. Ferocidad que también derrocha en voz y guitarra con
su banda Analfabetos, aunque el argentino interrumpa ahora una gira para
presentar justamente en Barcelona 'La ley de la ferocidad' (Malpaso), la
segunda entrega de una
suerte de trilogía salvaje, que completa 'En cinco minutos levántate María',
protagonizada por Gabriel Reyes, un tipo áspero que arrastra problemas con el
alcohol, las drogas, y siempre elige el lado salvaje y que, no por casualidad,
se parece mucho a Pablo Ramos.
"No es mi alter ego, sino mi yo literario", se
apresura a matizar con la taxativa firmeza que ha fraguado en los innumerables
talleres literarios que dicta América Latina. Al primero lo considera "una
falsedad, invento de la crítica". Y si el yo a secas "es una
construcción de la mirada de los otros; el yo literario, en cambio, está
construido solamente por mí, dejando al desnudo lo que quiero y más me duele
mostrar", explica. Y eso que más duele, aclara, "es el expandido del
inconsciente que aparece en el primer borrador". "Es la diferencia
entre un disfraz superficial y una construcción profunda".
Como sea, ese yo
literario de 'La ley de la ferocidad' es
un Hamblet de los suburbios proletarios del sur de Buenos Aires que regresa a
la casa de su infancia a enterrar al padre, con la fortuna que
amasó de puro odiarlo. Los dos días de velorio y suntuoso funeral, en espera de
un tío siciliano, son también los de la caída en su propia abyección, en los
excesos, en el cinismo y en un dolor que todo lo invalidad, a través de una
purga imposible entre infinidad de recuerdos e historias paralelas entrelazadas.
"No es un libro
para llevar a la playa", reconoce Ramos de pasada, "pero yo
no creo en la literatura como entretenimiento banal".
Literatura que duele
Al contrario, el argentino revindica la literatura "que
duele, pero es parte del goce". "Un gran escritor escribe con un
bisturí, no con pluma". Por eso Ramos pone siempre por delante "la
motivación sartreana" en una empresa que define como "tomar por asalto
la realidad". De allí también su inclinación a la primera persona que tira
de todas sus ficciones, porque lo que está en juego "es una cuestión moral
en el enfoque". "Un escritor es necesario cuando se hace cargo en
primera persona de lo que dice e identifica a alguien, entonces el yo se
transforma en nosotros", explica.
En todo caso, el yo que narra 'La ley de la ferocidad', Gabriel
Reyes, aporrea cinco años después de los hechos una vetusta máquina de
escribir. "Golpea la máquina para no darse botellazos en la cabeza",
dice Ramos, aunque en realidad habla de sí mismo y de las condiciones en las
que escribió la novela, y aún sigue escribiendo. "Con 'El origen de la
tristeza' había sacudido mi infancia, y como efecto colateral todo eso sacudió
el fantasma de mi padre que se me aparecía en la misma casa de la novela, que
es en la que vivo", recuerda.
Pero los paralelismos no
acaban allí, porque si el argentino siempre escribe dos borradores por relato,
el primero indefectiblemente es en una anacrónica máquina de escribir. "Me
dieron una máquina en una clínica de rehabilitación en donde estuve internado y
así empecé a escribir", confiesa. Ahora lo hace "a
máquina por libro", cuando acaba una novela "la jubila" y compra
otra. Quizá en ese método se oculte el secreto del "equilibrio entre la
tensión emotiva y la tensión narrativa" de que presume. "Escribo el
primer borrador en una catarsis, sin controlar ni reprimir lo que sale",
explica. Y es en el segundo borrador, al pasar ese magma mecanoscrito al
ordenador, que resulta "más placentero que doloroso", porque
"corregir es un trabajo espiritual, es corregirse a uno mismo",
enfatiza. Aunque por supuesto, más que corregir lo que hace es reescribir por
completo las páginas en las que se ha vaciado.
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