Laura Cracco
Laura Cracco
(Venezuela, 1960). Narradora, poeta, viajera incansable. Ha
publicado “Mustia memoria” (1985), “Diario de una momia” (1989), “Safari Club”
(1993), “Lenguas viperinas, bocas Chanel” (2009). Estos textos pertenecen a “El
ojo del mandril” (2014).
El ojo
Ser único lo condena a estar siempre asomado a una ventana, aunque
no haya un límite afuera tan estrecho como el cuadrante encerrado dentro del
marco que le permite ver; aunque esté al descampado, o mire desde un acantilado
frente al que se abre el océano sin trabas o desde el último piso de un
rascacielos o en medio de un Sahara. Ser un solo ojo sin cuerpo, un iris rico
en colores que abarca desde el azul al naranja, además puede producir en otros
el efecto de hilarante tragedia del culo de un mandril. La carcajada que
arrastra al llanto o la risa que sucede a las lágrimas cuando se agotaron, el
dolor ya no tiene más adonde ir y da paso a la mueca que se reseca en parodia.
El ojo, además, carece de amo, pero es poseído, provisionalmente, por distintos
dueños que jurarían, cuando ven a través de la pupila, que es todo suyo y que
también lo mirado de alguna forma les otorga algo de albedrío o territorio. No
hay disputas sobre en quién ni cuándo recaerá, ni turnos establecidos como con
aquellas viejas Grayas a quienes Perseo despojó de la única pupila en su busca
tras la Gorgona. El ojo es libre, no pertenece a nadie, no así sus huéspedes
ocasionales. Estos no pueden sino sucumbir a la tiránica fascinación del
colorido ano que guía a la manada, ver lo que el orificio consiente. El ojo es
mudo, nada puede decir, nada puede hacer sino ser un ojo, único, solitario,
prisionero del túnel que irremediablemente encierra la visión.
El ojo 2
Hace días que está tirado sobre el suelo, los zapatos pasan a su
lado, lo rodean, a veces casi lo aplastan, pero nadie lo nota. Nadie nunca mira
hacia abajo en un museo, a menos que haya esculturas. En la sala no hay
esculturas, solo cuadros. Ha perdido mucho de su brillo, apenas el turbio
amarillo con algunos destellos marrones lo colorea. Bien pudiera confundirse
con una veta del piso. El ojo agoniza: un ojo que no ve es un accidente mineral
en el paisaje; no sufre, pero tampoco ama. Sabe que lucha contra reloj. Si
alguien no lo toma, se fundirá irremediablemente hasta hacerse una mancha más
del mármol. Extraña el momento en que llegó a sentir la fatiga de sentir. Ahora
que no siente, que no sufre y tampoco ríe, reconoce la equivocación: la
comodidad es la peor razón para morir.
El ojo 3
La verdadera libertad es el azar. Únicamente en el caos previo a
la ley existe la plena libertad, solo que entonces no lo sabemos y no es hasta
que el caos retrocede, cuando perdemos la inocencia y somos exiliados de su
tibio seno hacia el desgarrador ostracismo, a nuestra propia cuenta y riesgo,
que conocemos el significado de la palabra perdida. Cuando dejamos de ser
libres es cuando caemos en cuenta de que alguna vez lo fuimos. El vacío es
invadido por el orden creciente que lo obliga a orillarse y desvanecerse en una
franja cada vez más delgada, la libertad flota como un fantasma en los
remotísimos confines del universo. Empezamos a ser como individuos al mismo
tiempo que las leyes que nos limitan. Empezamos a ser cuando podemos tocar los
barrotes del tiempo, cuando reconocemos la precariedad de estar en un brevísimo
lugar.
El ojo no es cuando vaga libre, ignorado por los que pasan a su
lado o lo ven sin reparar en él y no se toman la molestia de alzarlo.
Cuando una mano lo agarra y ya no lo deja ir; cuando debe aceptar la ley del
otro; cuando se llena de ese otro; solo entonces él es, saturado de los brillantes
colores que no le pertenecen.
Esa cosa con plumas
Sabe que su destino es no cansarse, aunque se le doblen las
rodillas y muerda el polvo; aunque solo desee bajar los párpados; aunque ya no
pueda erguirse ni saltar; aunque deba hurgar en la nevera y hacer la cena con
lo poco, medio podrido, poquísimo, sin aceite ni hierbas, sin harina ni
azúcar ni carne; con el estómago pegado al espinazo; con la cabeza gacha; con
los hombros entumecidos en el empeño de no dejar caer el no sabe qué, tampoco
otros saben qué, que sin saberlo debe sostener; aunque ya no pueda mirar a la
cara a nadie. Pero vuelve a oír a Emily Dickinson, se endereza, alza la cabeza,
abre los ojos, mira a sus hijos, a su marido. Cocina, pone la mesa, los llama
por su nombre y su garganta se llena con las plumas de la esperanza, y
los nombres salen de su boca como una canción.
La esperanza es esa cosa con plumas
Que se posa en el alma,
Y canta la canción, sin las palabras,
Y nunca, nunca para…
El vacío del héroe
Él es más duradero que sus anfitriones, ¿o huéspedes? Ha pasado de
mano en mano, ha rodado, lo han pisado, vapuleado o ensalzado; para muchos ha
sido piedra; para otros, vidrio o espejo. Ningún golpe ni ninguna alabanza han
quebrantado o ablandado su única cualidad: durar. Pero otra cosa es la pregunta
durar en qué, durar para qué, o si la duración de la nada es equiparable a
aquella de lo que existe. ¿Radica su duración precisamente en su vacío? Quizás
él, como el fuego, cobra existencia mientras consume en llamas, forja
esculturas de ceniza y devasta. Sin embargo, las preguntas sobre el vacío y su
propia permanencia le son extranjeras. Las preguntas quedan para quienes lo
tocan, lo miran o lo ignoran. Para la mujer que lo usa como excusa para un
libro que, laboriosamente, llena con palabras que luego descubre de aserrín;
para los nostálgicos que quisieran empadronarse de una realidad redonda; para
los poetas que vanamente intentan restañar un mundo a punto de estallar entre
el alarido y el gimoteo, entre la fosa común y la rosa irrealizable.
FUENTE: EL NACIONAL
Venezuela
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