Tranströmer y la muerte de una de las voces más finas
de la poesía
El nobel, quien falleció a sus 83 años, se dedicó a la
rehabilitación de delincuentes juveniles.
TOMAS TRANSTRÖMER:
“Un día viene la muerte en mitad de la
vida / a tomarle medidas a la persona. / La visita pasa inadvertida y la vida
continúa / pero el traje se va cosiendo en silencio”. Esto escribió en una de
sus Postales negras, en mitad de su vida, el poeta sueco Tomas Tranströmer. A
sus 83 años, el pasado 26 de marzo, vino la parca a entregarle el traje
definitivo.
A
pesar de haber sido traducido a más de 50 idiomas antes de 2010 y de ser leído
con regular devoción en su propio país durante mucho tiempo, Tranströmer solo
era conocido alrededor del mundo por un reducido número de personas,
generalmente poetas y escritores. Y con toda razón. En palabras de uno de sus
más dedicados traductores al español, su amigo el uruguayo Roberto Mascaró,
Tranströmer era un hombre “extremadamente sencillo, de risa fácil, conocedor de
la vida (...) Ejerció la poesía con orgullo pero sin ostentación alguna, sin
complejos ni culpas y también sin exigir privilegios. Como artesano fino”.
Nunca
promovió su obra más allá de lo que su obra misma podía decir de sí, de allí que
siempre mantuvo una imagen pública tímida, reservada y austera. No obstante, la
misma calidad de su obra, por mucho tiempo entrevista por la Academia Sueca,
hizo que Tranströmer se convirtiera en un personaje de renombre en 2011, cuando
le fue otorgado el Premio Nobel de Literatura. Nada más justo.
Tranströmer
nació en Estocolmo en 1931, hijo de un periodista y de una maestra de escuela.
Tras el divorcio, se fue a vivir con su madre a un barrio obrero y volvió a ver
a su padre solo en muy pocas ocasiones, cosa de una vez por año. La educación
la recibió de su mamá, de su abuelo, de sus veranos en la isla Runmarö –cuando
alimentaba su espíritu con el paisaje– y de la mano de sus inquietudes: la
entomología, la geografía, la historia –que lo hicieron asiduo visitante de
museos y bibliotecas–, la pintura y la música.
La
misma educación que se contrastó con la brutalidad de una escuela que, en plena
Segunda Guerra Mundial, además de formarlo llegó a torturarlo, y que le hizo
adoptar una actitud hermética pero crítica frente a la sociedad. Él mismo lo
relata en su autobiografía (Visión de la memoria, 1996): era uno frente al
hogar –su refugio, su intimidad–, y otro en la escuela –la vida pública–.
Cuenta cómo un muchacho, mucho más grande que él, tenía por costumbre apalearlo
y que tras mucho ofrecerle resistencia, finalmente decidió entregarse, con lo
que terminó desanimándolo:
“Me
pregunto qué ha significado para mi existencia el método de transformarse a sí
mismo en trapo sin vida. El arte de ser atropellado, conservando el amor
propio. ¿No lo habré utilizado en exceso? A veces funciona, a veces no”.
Quizá por lo mismo, la crítica –siempre buscando algo que atacar– llegó a señalarle su falta de compromiso. Él no se inmutó. Pero sin duda hizo patente su postura frente a la sociedad en versos como estos: “El Radical y el Reaccionario viven juntos en matrimonio infeliz. / Formados entre sí, en mutua dependencia. / Pero nosotros, que somos hijos de ellos, debemos liberarnos. / Cada problema llama en su idioma propio. / ¡Anda como el perro de caza, por donde la verdad deje sus huellas!”
Quizá por lo mismo, la crítica –siempre buscando algo que atacar– llegó a señalarle su falta de compromiso. Él no se inmutó. Pero sin duda hizo patente su postura frente a la sociedad en versos como estos: “El Radical y el Reaccionario viven juntos en matrimonio infeliz. / Formados entre sí, en mutua dependencia. / Pero nosotros, que somos hijos de ellos, debemos liberarnos. / Cada problema llama en su idioma propio. / ¡Anda como el perro de caza, por donde la verdad deje sus huellas!”
Tras
graduarse de la universidad en 1956, durante toda su vida alternó su trabajo
como psicólogo en centros penitenciarios y hospitales con la escritura de su
poesía. Lo habitual: el poeta vive por y para los poemas, pero como dijo Juan
Gelman: “No ganará plata con ellos (...) no conseguirá tabaco o vino por
ellos”. Muchas veces le preguntaron cómo su trabajo de psicólogo había influido
en su obra, a lo que él respondía: “Es extraño que nadie me haya preguntado
hasta ahora cómo la poesía afectó mi trabajo”.
No
obstante, desde la publicación de su primer libro en 1954, titulado simplemente
17 poemas, Tranströmer deslumbró a sus lectores y a la crítica. De lleno en la
vanguardia desde sus inicios, alejado de la metáfora fácil y del adjetivo
innecesario, son la concreción de su discurso, pero sobre todo la plasticidad
de sus imágenes lo encumbran y lo hacen singular (“oigo las constelaciones
piafar en sus establos”). Esas imágenes sorprendentes y poderosas hacen que se
le ligue al surrealismo; aunque nadie más anclado en la realidad que
Tranströmer: “Tengo unas riberas muy bajas, si la muerte subiese dos
centímetros me inundaría”.
Sus
libros siguientes (Secretos en el camino, El cielo a medio hacer, Tañidos y
huellas, Visión nocturna, Senderos, Bálticos, La barrera de la verdad, La plaza
salvaje, Para vivos y muertos, y los dos últimos: Góndola fúnebre y 29 haikús y
otros poemas) son la continuación y el progreso constante de esa propuesta
inicial, la búsqueda de la sencillez expresiva, la cual se evidencia con la
eliminación de todo aquello que estorba a la imagen poética, iniciando con el
iceberg mayor, el propio poeta: ese “Yo” tan presente en la lírica del siglo XX
y el cual Tranströmer decidió borrar de su poesía: “Y eso que era ‘yo’ / es
solo una palabra / en la lúgubre boca de diciembre”. Aun así, él mismo
reconoció que no puede hacerlo del todo, que con todo el poeta empañará y
vivirá en el poema: “Fantástico sentir cómo el poema crece / mientras voy
encongiéndome. / Crece, ocupa mi lugar. / Me desplaza. / Me arroja del nido. /
El poema está listo”.
Tranströmer, en compañía de su esposa Mónica y el poeta colombiano Juan Manuel Roca. Archivo particular
Nada grandilocuente, a través de dos
temas fundamentales en su poesía, el paisaje natural y la música, Tranströmer
refleja los más pequeños gestos, las más delicadas emociones humanas:
serenidad, compasión, júbilo, pero también incertidumbre, miedo, desaliento, angustia,
inquietud.
Así
en su poema Schubertiana: “El quinteto de cuerdas toca. Camino a casa a través
de bosques cálidos, con un suelo elástico que se hunde debajo de mí, /
acurrucándome como un embrión, conciliando el sueño, rodando ingrávido en el
futuro, siento de repente que las plantas tienen pensamientos”. El clima, los
árboles, la oscuridad y el tiempo vibran, se movilizan, se agitan y se
apaciguan como los estados del alma.
El
crítico español Carlos Pardo dijo con certeza: “Tranströmer inaugura una poesía
de gestos pequeños”. Y esto, que puede ser un obstáculo para muchos
acostumbrados a la grandilocuencia y al lirismo edulcorado, es a la vez una
invitación a descubrir con Tranströmer que la gota de agua es capaz de moldear
la piedra: “Oigo caer las piedras que arrojamos, / transparentes como cristal a
través de los años. […]/ Allí caen / todas nuestras acciones / claras como el
cristal / no hacia otro fondo / que el de nosotros mismos”.
Como
una premonición, en su largo poema Bálticos de 1974 escribió: “Entonces llega
el derrame cerebral: parálisis en el lado derecho con afasia, solo comprende
frases cortas, dice palabras inadecuadas. / Así no alcanzan ni el ascenso ni la
condena. / Pero la música permanece, sigue componiendo en su propio estilo”.
En
1990 llegó: Tranströmer sufrió una hemiplejía que le inmovilizó el lado derecho
y lo privó casi totalmente del habla. Desde entonces su esposa, Mónica, fue su
traductora, y la poesía y la música (tocaba el piano con su mano izquierda),
sus medios de expresión.
La
música de siempre lo acompañó. Las reminiscencias a ella colman su obra:
Palestrina, Haydn, Schubert, Björling; Ostinato, Do mayor, Preludios, Berceuse.
Cuenta Tränstromer en sus memorias cómo a los 15 años la música, aficionarse al
piano, lo salvó del purgatorio de la angustia y la depresión. Eso lo refleja su
bello poema Allegro:
“Después
de un día negro toco a Haydn / y siento un humilde calor en las manos. // Las
teclas obedecen. Golpean dulces martillos. / El acorde es verde, vivo y sereno.
// La música dice que la libertad existe / y que alguien no le paga impuesto al
césar. // Me meto las manos en los bolsillos haydn / e imito a alguien que
contempla el mundo con serenidad. // Izo bandera haydn y eso quiere decir / ‘No
nos rendimos. Pero queremos paz’. // La música es un edificio de cristal en la
ladera / donde vuelan las piedras, ruedan las piedras. // Y las piedras
atraviesan la casa rodando / pero todos los cristales quedan intactos”.
A
pesar de su enfermedad, con los años Tranströmer continuó escribiendo,
intensificando su continua preocupación por el lenguaje: “Lo único que quiero
decir / reluce fuera de alcance / como la plata / en la casa de empeños”, mas
también se acendró su escepticismo, la certeza de su realidad, la inminencia de
su muerte, siempre mirándola de frente, honestamente: “la verdad no necesita
muebles”.
Tranströmer
partió a la tan esperada muerte dejando un legado indeleble: profunda sencillez
y delicada maestría difíciles de encontrar. Ha traspasado la frontera de vivos
y muertos, entregándose a su propio olvido pero legándonos una manera de
avanzar; así su Madrigal: “Heredé un bosque oscuro al cual rara vez voy. Pero
llegará el día en que muertos y vivos cambien de sitio. Entonces, el bosque se
pondrá en movimiento. Aún nos queda esperanza. A pesar del trabajo de numerosos
policías, el crimen más grave queda sin resolver. Del mismo modo, hay en algún
lugar de nuestra vida un gran amor sin resolver. Heredé un bosque oscuro, pero
hoy camino por otro bosque, el claro. ¡Todo lo viviente que canta serpea, se
sacude y repta! Es primavera y el aire es muy intenso. Me he graduado en la
universidad del olvido y tengo las manos tan vacías como la camisa que cuelga
en la cuerda”.
FUENTE: EL TIEMPO
Colombia
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